Opinión | Tribuna
El catalán en Europa

Votación en el Parlamento Europeo. / L-EMV
La pasada semana hubo una noticia que nos afecta y mucho como ciudadanos españoles: la votación sobre la oficialidad del catalán, del gallego y del vasco en las instituciones europeas. Como es sabido, dicha votación se ha pospuesto sin fecha ante la constatación de que no se alcanzaría un voto favorable por unanimidad, requisito imprescindible para que dicha oficialidad pudiera tener efecto. Las interpretaciones, como de costumbre, varían. En España los partidos de derechas se han alegrado, los de izquierdas, especialmente los que apoyan al gobierno, han mostrado su contrariedad. Esto por lo que se refiere a los partidos de ámbito general: los partidos nacionalistas catalanes y vascos, que son mayoritariamente también de derechas, han lamentado la posposición. Unos y otros han echado balones fuera y, en vez de analizar fríamente las causas de lo sucedido, se han dedicado a elaborar una lista de amigos y enemigos de la susodicha oficialidad: por ejemplo, Eslovaquia y Dinamarca serían favorables, Italia y Alemania, desfavorables. Como película de buenos y malos no está mal, pero no deja de ser un entretenimiento bastante infantil, sobre todo habida cuenta de que la reacción de la mayoría de los países europeos ha sido la perplejidad.
Vayamos allá con las causas de lo que ha sucedido. Lo primero que habría que decir es que, contra lo que algunos han sostenido, no es verdad que el catalán, el gallego y el vasco ya fueran oficiales en el estado español y simplemente se pedía a la UE que refrendase dicha situación legal. El artículo 3 de la vigente constitución de 1978 dice literalmente: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. Así pues, el catalán, el gallego y el vasco son oficiales, pero no estatales, por lo que no era de esperar que la UE, que es una unión de estados, los incluyese en su listado de idiomas oficiales de la UE. Es como si las atribuciones del rey de la casa se aplicasen automáticamente en la reunión de vecinos. Pero esto no significa que la decisión dilatoria del otro día haya zanjado el asunto. En realidad, la oficialidad estatutaria de ámbito reducido, que caracteriza a nuestras tres lenguas más habladas después del español, representa una singularidad positiva desconocida en todos los demás países de la UE: en Sicilia la lengua oficial es el italiano, a pesar de que el siciliano lo hablan cinco millones de personas; en Córcega hay 150.000 hablantes nativos de corso aunque la única lengua oficial sea el francés. Situaciones parecidas se dan en casi todos los estados de la UE, generalmente sin que ello genere tensiones. Solo a veces, cuando la lengua minoritaria en un estado es la oficial de otro estado vecino, pueden darse situaciones conflictivas, por ejemplo en Transilvania (Rumanía), donde hay una minoría de lengua húngara bastante numerosa a la que la ley concede derechos culturales y de uso de su lengua, aunque sin llegar a declararla oficial. Hace tres meses asistí a un congreso en Cluj donde tuve la impactante experiencia de actuar no solo en una facultad con dos lenguas oficiales (lo que ocurre en mi propia alma mater, la UV), sino beligerantemente bilingüe, pues la facultad está dividida en dos sectores y los alumnos de uno y otro idioma se ignoran mutuamente.
Desde mi punto de vista, la conclusión que se extrae de todo lo anterior es que en España disfrutamos de una situación plurilingüe envidiable (aunque mejorable) que deberíamos exportar a la UE, en vez de mendigar apoyos imposibles. Claro que un idioma con diez millones de hablantes como el catalán, otro que es el origen del portugués (y, por lo mismo, instrumento de ámbito mundial según la UNESCO) y un tercero que es seguramente el vestigio idiomático más antiguo del solar europeo, deberían ser lenguas oficiales de la UE. Pero ello solo será posible en la medida en que concurran como lenguas oficiales del estado español. Si bien se mira, España es el resultado de la unión de tres reinos bilingües: el de Castilla-León, que incluía Galicia; el de Navarra, que era de lengua vasca, pero cuyos habitantes habían desarrollado una modalidad romance según se advierte en las Glosas Emilianenses (siglo X); y la Corona de Aragón, integrada por hispanohablantes y por catalanohablantes al mismo tiempo. Es el único camino para avanzar: todo lo demás conduce al odio y a la frustración. Si no actuamos con inteligencia, en el mejor de los casos llegaríamos a una situación bloqueada como la de Bélgica, ese país trazado con tiralíneas donde, fuera de Bruselas, solo se habla neerlandés en Flandes y solo se habla francés en Valonia. No es un panorama envidiable para la sede de las instituciones europeas.
Permítanme acabar con una reflexión que hago en mi calidad de lingüista: aunque la lengua está estrechamente relacionada con la nación, el término “plurilingüe” no es sinónimo de “plurinacional”. Esto, que resulta obvio a escala individual –muchos españoles somos bilingües, pero no por ello nos sentimos binacionales–, a escala social implica la conveniencia de modelar las situaciones que involucran varias naciones y/o varios estados examinándolas en el espejo lingüístico en el que se miran. Por desgracia, mientras que los traductores y los intérpretes de la UE coadyuvan constantemente a la armonía de los intercambios verbales, los mandatarios políticos, desde los más encopetados hasta los simples fontaneros, parecen empeñados en avivar los enfrentamientos. No es nada nuevo: otro día les contaré los entresijos de media docena de iniciativas conducentes a articular España como país constitutivamente cuatrilingüe. Hasta ahora, sin éxito, me temo.
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