Opinión

Manuel Alcaraz Ramos, Profesor de Derecho Constitucional de la UA y Ex Conseller de Transparència de la Generalitat Valenciana

Corrupción

Un libro muy interesante: “La corrupción política en la España contemporánea”, dirigido, entre otros, por Borja de Riquer. Incluye decenas de artículos sobre la cuestión desde principios del siglo XIX, y otros de análisis de conjunto –como los de Villoria e Engels-. Su lectura no invita al optimismo, pero sí a una reflexión no necesariamente melancólica. Desde que se aprecia una suerte de pluralismo político hay corrupción. ¿Y antes? También, sin duda; mucha más, pero no se hacía evidente; como durante el franquismo: no es que hubiera corrupción, es que todo el Régimen era corrupción, aunque sólo aflorara cuando sus crisis se retrataban en conflictos entre familias. Dicho de otro modo: siempre ha habido corrupción y ha sido de uso público y político. Pero no puede afirmarse eso sin introducir un gran matiz: en realidad lo que constatamos es que a cada caso de corrupción conocido le ha seguido su denuncia y, en varios casos, cambios legislativos y sanciones. Una conclusión provisional: no es que la política engendre corrupción sino que toda estructura de poder –qué sé yo: bancos, constructoras, federaciones deportivas, Iglesias- generan situaciones, rincones, en los que puede surgir corrupción. A veces buscan a la política para el beneficio, a veces la rehúyen porque la política castiga. Desde esta ambivalencia dinámica es como debemos observar la cuestión.

La primera cuestión es definir qué es corrupción. Podríamos decir que es el desvío, con beneficios particulares, de la recta y esperada actuación legal de una institución que debe velar por el interés general. Es también microgolpe de Estado: decisiones adoptadas de manera oculta, anterior a su aprobación por los órganos legítimos. La verdad es que nunca sabemos todo sobre la corrupción. La buena noticia es que, pese a ello, el pluralismo político y la separación de poderes permiten perseguir muchos casos. La paradoja: lo que deprime es lo que se sabe: nadie festeja lo que queda oculto. Por eso los estudios suelen referirse a la percepción que la ciudadanía tiene de la corrupción. Otras mediciones remiten a casos juzgados o condenados, pero incluyen algunos que acaban con la declaración de inocencia o prescritos –habitual en corruptos con dinero para sostener largos procesos-. Ante ello se plantean dos alternativas que, confusamente, mezclan el castigo con la prevención.

La primera es el reenvío a la ética, lo que se concreta en admoniciones benevolentes, encendidos discursos, ruedas de prensa abruptas o sermones previsibles. Todos suelen tener razón. El problema es que cuando en política todos tienen razón, ésta es falaz, redundante o disposición de imposible cumplimiento. Claro que están bien las apelaciones morales, o la enseñanza escolar de virtudes. Pero los resultados ni se pueden definir claramente ni evaluar. Una variante es pedir ejemplaridad: nunca he entendido por qué o de qué un político debe ser ejemplo, salvo de buen político; y lo mismo digo de funcionarios o empresarios. Históricamente, para ser ejemplar había que ser un héroe: literatura y filosofía están repletas de esta idea. Pero en el atormentado siglo XX la cosa cambió: no hay más ejemplo que el que aporta la víctima. ¿Consideraremos a muchos políticos víctimas? (Mazón se autodefinió como “daño colateral” de la dana). Para pedir perdón y anunciar ejemplaridad está la Familia Real, y ya ve usted. La apelación principal a la moral tiene un peligro: los principios éticos no son abstractos ni inmutables: las líneas dominantes en la política actual se rigen mucho más por el emotivismo voluntarista que por la racionalidad. Aquí no hay duda racional, sino sospecha histérica. Incrementar esa tensión no impedirá la corrupción pero aumentará el riesgo de que envilezca aún más las redes polarizadas.

La otra forma con la que se quiere perseguir la corrupción es el incremento del castigo. Ahora vemos muestras de desaforado punitivismo. Creo que para algunos delitos puede estudiarse, sobre todo para empresarios, igual que hay que acelerar los procedimientos. Sobre otras de las medidas tengo dudas de constitucionalidad. Si la corrupción consiguiera que perdiéramos el sentido de la mesura y proporcionalidad que debe acompañar toda la gestión judicial, obtendría un éxito inesperado. En el plano político, la sanción real debe estar en el propio partido; y cada partido debería estar obligado a no modificar sus reglas preventivas o punitivas según intereses puntuales. Quizá la reforma legal debería centrarse en la legislación sobre partidos, de manera que no tome a estos como meras asociaciones especiales sino como grupos cuasi integrantes y necesarios de la estructura del Estado, de manera que en ciertas materias no rigiera solo el principio de la autonomía de la voluntad sino el desarrollo constitucional y principios administrativos de legalidad. Ahí debería plantearse la cuestión irresoluble de como conjugar la presunción de inocencia con la actuación del dirigente del que hay evidencias de que se ha apartado de sus obligaciones y expectativas puestas en él. Esto sería más importante que el debate sobre el aforamiento.

Ante todo ello, ¿reacciona de manera homogénea la ciudadanía? No. La apreciación de las corrupciones no es lineal, ni vivida de igual manera en la sociedad. De hecho la corrupción depende de la situación económica –en la medida en que el capitalismo es más burbujeante sube la probabilidad de que el negocio invite a la corruptela- y política –en la medida en que los factores de adhesión al sistema político reduzcan la incertidumbre social es más factible que se preste menos atención a la corrupción-. Incluso podemos afirmar que ante un mismo hecho la reacción es distinta según el momento y las diversas correlaciones de fuerza. Por eso el “todos son iguales”, el “y tú más”, son formas especialmente estúpidas de no aclarar la realidad ni de ayudar a resolver los problemas.

¿Es más corrupta la izquierda o la derecha? Es imposible dar una respuesta terminante. La ideología juega un papel muy débil. Depende más de la cantidad de poder acumulado durante lapsos dilatados: tendencialmente el sistema será más corrupto en cuanto existan mayorías absolutas –o muy amplias- en varias legislaturas y cuando las grandes empresas puedan establecer vínculos de mayor confianza en la captación de recursos públicos. Podría decirse que cierta creencia neoliberal en la bondad de negocios con beneficios rápidos altos facilita la corrupción de los conservadores. Pero hay factores que relativizan eso. El primero es el que denominaré “estructuras de justificación”: unos pueden cometer corrupción si piensan –o dicen- que así se construyen viviendas o se acumula riqueza- pero otros piensan –o dicen- que la ayuda presunta a los débiles –acordémonos de los Eres- disculpa algunos desvíos. Otro factor: la cultura y tradiciones en la gestión de los partidos. En la medida en que en etapas de oposición hay que proteger estructuras y liderazgos y garantizar presencia pública, se aceptan oscuras maneras de financiación y la búsqueda de atajos para que el partido permanezca en circuitos de poder alimentados por empresarios, entidades deportivas o festivas. En la medida en que la cultura partidaria se nutra de la informalidad y la improvisación es más que probable que emerjan en el futuro cuadros medios o altos que entiendan que sus prácticas son normales. Esa contigüidad hace que no todos se consideren corruptos sino caminantes en una delgada línea entre lo legal e ilegal, lo moral y lo inmoral.

Otra cuestión conexa es si la corrupción pasa cuentas electorales. Depende. La complejidad que trato de describir hace que un elector sea más o menos permeable a sucesos de corrupción. Las primeras encuestas del caso Cerdán y otros, no indican que Sánchez salga demasiado perjudicado, probablemente porque el colchón de miedo a las derechas sigue funcionando y porque el desconcierto de sus aliados muestra que nadie inteligente quiere acelerar su derrota. Que el PP diga que esto es como lo que le pasó a ellos y que les condujo a la oposición no es cierto. El caso actual del PSOE –otras cosas son los ataques de extraña apariencia a la familia del Presidente o al Fiscal General- es una suma aborrecible y abyecta de corrupción, pero seguramente delimitada, y que no hace peligrar procedimientos democráticos. Lo del PP era una estructura total, imposible de sanear si no era pasando por la oposición, porque no afectaba sólo a lo económico sino al ejercicio de Derechos democráticos. Sin hablar de las causas abiertas que aún le esperan. ¿Y la ultraderecha? Su electorado considera corrupción todo lo que haga el enemigo; y le da igual que sus dirigentes delincan. Todo confirma su resentimiento con una democracia en la que somos pecadores.

¿Qué hacer, pues? Si Sánchez quiere seguir debe dejar de lado el vestido de plañidera y recordar que España es de los pocos países de la OCDE que carecen de un “enfoque estratégico para mitigar los riesgos de corrupción” (Indicadores de Integridad Pública de la OCDE, 2024). El Gobierno de Sánchez casi no ha hecho nada para prevenir la corrupción. Y sus socios tampoco lo han reclamado ni tomado iniciativas conocidas. Esto es capital: o hay un plan para el medio y largo plazo o la bola de nieve crecerá. Se trata de estrategias sostenidas con definiciones expertas de políticas públicas y mecanismos de alertas tempranas –incluyendo controles sobre las rutinas administrativas con IA, una Agencia Antifraude e inspecciones internas reforzadas-. Todo ello con un triple eje: 1) Mejorar los mecanismos de transparencia, reevaluando la actual ley y su desarrollo reglamentario y las funciones reales y útiles del Consejo de Transparencia. 2) Establecer planes generales de integridad para el Gobierno y cada uno de sus Departamentos y empresas públicas, con unidades rectoras de integridad en cada una, coordinadas por un Ministerio que explícitamente incluya entre sus funciones la de Integridad y Transparencia, que favorezca un clima de formación y exigencia y regule las relaciones con grupos de interés y la elusión de “puertas giratorias” y compatibilidades abusivas. 3) Aprobación rápida de Códigos de Buen Gobierno que de manera clara y socialmente accesible configuren los deberes de políticos.

Por supuesto, todo esto merece una explicación más detallada, pero no hay espacio. Sólo el que resta para una última reflexión: desde 2015 ha habido muchos gobiernos fruto del acuerdo de las izquierdas. Eso y solo eso ha detenido el avance de una derecha conservadora pastoreada por la ultraderecha, convirtiendo a España en un referente progresista que muchos pensamos que debe preservarse. Fue posible por la aproximación de culturas particulares que, a su vez, creó una cultura de integración que superó otras, anteriores, dadas al fraternal odio fratricida. Lo que permitió esa aproximación cultural fue la coincidencia social e institucional en que la derecha había fomentado, a la vez, unas pautas económicas y sociales que habían hecho inevitable una corrupción de alta gama. Eso, exactamente eso, es lo que se dinamita estos días. O se actúa de manera unida, ganando tiempo y con más sabiduría que sentimientos, o se va a perder algo más que el Gobierno por mucho tiempo. Por favor, a quien corresponda: no corrompan la esperanza.

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