Opinión | No hagan olas
Tangentópolis en el ruedo ibérico
El llamado siglo de oro de la literatura española consagró un género único, la novela picaresca. Desde mediados del siglo XVI hasta cerca del XVIII, desfilaron por las páginas de las más satíricas, moralizadoras y pesimistas narraciones personajes propios de aquella sociedad hispánica dominada por los aires de la grandeza imperial y el clero dado a inquisiciones. Del Lazarillo de Tormes al Guzmán de Alfarache, el Buscón quevedesco, Estebanillo o el sutil Urdemalas tan famoso en América junto a los espabilados Rinconete y Cortadillo, los personajes de nuestra literatura han universalizado la pillería y el sarcasmo. Pero no solo es una tradición española por más que aquí es donde fecundara. Los antropólogos cuentan de folklores en otras culturas, como los que describió Lévi-Strauss, a cuenta de los indígenas dedicados a la burla en algunas sociedades precolombinas, en especial en el área amazónica.
Parece evidente, no obstante, que frente al reformismo luterano y su idea de la rectitud moral cercana a un ascetismo tan aburrido como frígido y poco dúctil, la contrarreforma nos trajo un universo de haraganería y escepticismo, más humano pero desigual en lo tocante al desarrollo de los negocios y la emancipación individual, padres del parlamentarismo moderno. No se puede tener de todo. Chi non lavora non fa l’amore, cantaba Adriano Celentano en San Remo al comienzo de los 70.
Para cuando llegó la democracia europea tardía a España nos habíamos olvidado de tales caracteres históricos como pueblo, asfixiados por el control temático del franquismo, sus tribunales de orden público y sus leyes de peligrosidad social. Tocó entonces rehabilitar a la guardia civil, a la sexta flota y a la OTAN. En el principio fueron flores, hasta el 23 F y los juicios del cuartel de Campamento. A partir de ahí, los malos humores no han tenido buena cura en el país. Empezaron con la financiación petrolífera al Rey emérito, el pobre, que volvió a España con una mano detrás y otra delante, lo mismo que su elegante y melómana consorte. Siguió con líos el duque de Suárez y se alcanzó un primer punto álgido con la guerra sucia de los gal asumida por Barrionuevo y la aparición del hermanísimo de Alfonso Guerra.
En aquellos años 90 se extendió la idea de que el socialismo del sur era sinónimo de corrupción. Bettino Craxi había huido a Túnez desde Italia mientras en Grecia se cuestionaba la honradez de Andreas Papandreu. El nuevo socialismo, en realidad, buscaba dinero debajo de las piedras para enfrentarse a los llamados poderes fácticos. Sin embargo, nada superó a aquel personaje medio calvo, Luis Roldán, director de la Benemérita, al que le cayeron 31 años de cárcel, tan formidables fueron sus trapacerías; incluso mereció una película espléndida, El hombre de las mil caras, con José Coronado y Eduard Fernández.
Hubo, no obstante, secundarios importantes en el patio de Monipodio de entonces como Francisco Paesa, Lluís Prenafeta o Javier de la Rosa. Comienza a fraguarse también otra historia paralela, narrada en El hijo del chófer, que de momento ha dado a luz un libro sobre las corruptelas catalanas en la histórica Marca pero no ha llegado a telefilm, aunque cuenta con materia en abundancia para ello. Aún no sabíamos nada de las cloacas, de un tal Villarejo y mucho menos de eso que llaman lawfare por más que Baltasar Garzón puso de moda en los medios a los superjueces metajusticieros.
A pesar de las promesas de regeneración de unos y otros, cuando llegó el turno de los populares para el mando se «agudizaron las contradicciones del sistema» en lenguaje marxista de la época. Lo que había eran unas ganas irrefrenables de pillar. Estalló el caso de Rosendo Naseiro, coleccionista de bodegones barrocos, luego se transcribieron las conversaciones sobre coches de 16 válvulas de Eduardo Zaplana, quien junto a su arlequín Juan Francisco García desplumaría al sistema. La alcaldesa Rita Barberá tuvo que cesar al caradura que dirigía la Mostra por autofinanciarse gastos, y su mano derecha le salía rana con trapacerías y pitufeos. A Francisco Camps le arrasó el campo gótico de gules un asunto de trajes de confección mientras el Bigotes y Francisco Correa dejaban al PP con el culo al aire. Recordemos que fue un diputado del PSPV el que inició las denuncias de Orange Market. Hoy se vuelven las tornas.
A Valencia tuvo que venir Esteban González Pons a dar por terminada la fiesta, pero los tentáculos de la Gürtel llevaron a la cárcel al tesorero Bárcenas y noquearon finalmente al propio Mariano Rajoy, al que no permitieron ni designar una sucesora moderada y tecnócrata, Soraya, superados ambos por la insurrección independentista en las escaleras del Parlament del parque de la Ciudadela. Allí mismo, tiempo atrás, Pasqual Maragall dejó atónitos a los catalanes, y a los charnegos, al mentar «el tres per cent», lo que propició el principio del fin del clan Pujol. Se ha llegado a publicar un pufo cercano a los 3.000 millones en el entorno de los CiU, incluyendo la colección de coches deportivos de uno de los hijos del ex Molt Honorable.
Los casos populares se cebaron con Valencia y alcanzaron su cénit con otro personaje de película, el Yonqui del dinero. El film, sin embargo, lo rodaría el madrileño Rodrigo Sorogoyen, y ganaría un Goya: El reino, un despiadado retrato de la política española y sus reiterativas corruptelas. En paralelo, un genio que se hace el tonto, Santiago Segura, descubierto por el festival Cinema Jove, inauguraba su serial fílmico dedicado a Torrente –lleva cinco entregas y anuncia la sexta para el año próximo–, un personaje que retoma la neopicaresca de Valle Inclán y de Pérez Galdós, cuyas descripciones sobre la miseria moral patria superan a las del siglo de oro. Le sigue los pasos, el serial televisivo Vota a Juan, con Javier Cámara de brutal protagonista.
Sin embargo, ni la anterior realidad descrita ni ninguno de los títulos de ficción reseñados apunta a superar las aventuras de otro valenciano de lustre aventurero en la política real, José Luis Ábalos, cuya carrera comenzó concediéndole un estanco a su familiar más cercana. Era cuestión de tiempo que encontrara buenos compañeros de andanzas. Los encontró en Pamplona, tal vez en una resaca sanferminera, un tal Koldo G. Izaguirre, portero di notte, a cuyo lado Roldán parece un catedrático por Harvard. Lo cual da idea de la pendiente hacia la molicie final de la dirigencia española.
Hora es de hacérselo mirar. Y si quieren, pueden. No es tan difícil que los grandes partidos acuerden leyes y procedimientos para que se acabe este frenesí mangante. Al menos, que se aminore y no se avergüence al personal. Ad calendas grecas, tal vez, aunque ya da para un ciclo en la Filmoteca.
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