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Opinión | Trencar l'enfit

Holocausto machista en cuatro días

El miedo a la deportación, a la denuncia, a las pérdidas de custodia, el desconocimiento del idioma o la separación de los propios hijos son barreras infranqueables que las exponen todavía más al agresor y a su voluntad homicida.

Amigas de la mujer asesinada lloran tras conocer la noticia.

Amigas de la mujer asesinada lloran tras conocer la noticia. / Agustí Perales Iborra

Hay personas, como usted y como yo, que pasaremos y nos iremos de esta vida sin haber segado la de otra persona. Al menos, intencionadamente. Los accidentes ocurren y son inevitables, como así sus consecuencias, y todo puede suceder aunque no lo queramos contemplar ni en la peor de nuestras pesadillas. Pero cuando una persona decide segar voluntariamente la vida de otra solo hay un término que lo pueda definir. Y ese es 'maldad'.

En apenas cuatro días de diferencia, tres mujeres y un bebé han dejado de vivir en España como consecuencia de la violencia machista. La primera de ellas, una paciente que estaba ingresada en el hospital la Fe de València y que ha fallecido porque un señor -trastornado, sí, pero también repleto de odio-, estaba hostigando hasta la saciedad a su expareja y su hija por tierra, mar y aire, y decidió prender fuego a la unidad de Psiquiatría sin contemplar cuánto daño pudiera hacer. La segunda mujer, Marisa, de Getafe, fue capaz de gritar ensangrentada' ¡Auxilio, me mata!', poco antes de que su asesino la volviera a meter para dentro de la casa y la matara a puñaladas. Hacia sí mismo, él solo pudo, ya ven, autolesionarse un poco. La fuerza la había gastado, está claro, en acabar con ella, que era su objetivo.

Y la tercera mujer, Alejandra, ha sido asesinada esta madrugada a sangre fría en su casa de Algemesí junto a su hijo de dos años por un hombre que consideraba que ambos eran una posesión suya y que, por tanto, podía someterles a una relación de maltrato y control, e incluso que tenía la potestad de segar lo más preciado que tenemos los humanos: poder vivir.

La mayoría de las familias viven y conviven en paz pese a la losa pesada de siglos y siglos de violencia machista. Pero hay un porcentaje en las que el machismo mata. No solo golpea, insulta, menosprecia, acorrala, intimida o vapulea, sino que siega vidas. Y eso, sencillamente, no es tolerable, ni justificable, ni se puede soportar, pese a los mil millones de argumentos o excusas que algunos quieren poner sobre la mesa. Nada, nada justifica eso, porque la vida está por encima de todo y es tan grande y poderosa que se escapa de nuestro control. No podemos acostumbrarnos a esta barbaridad. No podemos normalizar que matar mujeres y niños puede formar parte del discurrir diario de nuestra sociedad. Porque si lo asumimos, no solo estamos condenando al olvido a todas estas víctimas inocentes, sino que nos estamos sumergiendo, nosotros mismos, en el peor lodazal de la indignidad.

Y tenemos que realizar todavía, algunas reflexiones más, como por ejemplo ¿qué pasa, qué hacemos con tantas y tantas mujeres vulnerables, sin papeles, sin documentación y, por tanto, expuestas al agresor y sin poder acceder a sistemas efectivos de protección y seguridad? El miedo a la deportación, a la denuncia, a las pérdidas de custodia, el desconocimiento del idioma o la separación de los propios hijos son barreras infranqueables que las exponen todavía más al agresor y a su voluntad homicida. Alejandra era venezolana y no tenía papeles. Trabajaba haciendo la manicura sin ningún tipo de contrato y dependía del dinero de su asesino para poder vivir. Y el mismo de quien dependía, la ha matado.

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