Opinión
Estado de ebullición
Junts está jugando a ser un aprendiz de brujo al contribuir a la erosión de la institucionalidad parlamentaria, debilitando el único gobierno capaz de reconocer sus derechos

Carles Puigdemont. / Efe
Comprendí el estado del país en una tesis reciente en mi Universidad. Se estudiaba la doctrina del “ideal del yo” en Freud. El acto fue presidido por la conveniente actitud de distanciamiento propia de los seguidores de Freud. Como fríos escrutadores, teníamos delante el aparato psíquico como un bicho a diseccionar y separábamos con bisturí verbal aquí el inconsciente, allí el yo ideal, allá el narcisismo y al otro lado la pulsión.
En la comida todo cambió. Saltó la palabra Pedro Sánchez. Lo que parecía una comunidad de profesores y científicos se escindió de forma irreparable. Los que minutos antes citaban, razonaban o argumentaban, comenzaron a proferir los lugares comunes de nuestra vida pública. En vano se invocó nuestra condición de académicos capaces de contener lo pulsional. El nombre de Pedro Sánchez nos hace regresar al primitivismo. Si ante ella no echas espuma por la boca, confiesas que España es la nación más antigua del mundo y si no pisoteas a Puigdemont, entonces eres uno de esos que odian a su país, un defensor de la leyenda negra, y “tot aixó i alló”.
Nuestro yo ideal es salvarnos mirando la realidad cara a cara, evitando la ignorancia, diciendo con franqueza lo que vemos. Y cuando digo que la historia de España no presenta apenas momentos en que las elites vascas y catalanas se hayan puesto voluntariamente al servicio de las centrales, o se hayan sometido a ellas, y eso desde el tiempo de los visigodos, entonces ruge el león de esta forma: “¡Pues ya es hora de que lo hagan!”.
Aquí está el problema. Sometimiento o exclusión. Esa es la lógica de la ebullición, una que por cierto implica intervenir de manera drástica en la lógica misma de la representación democrática. Cuando se esgrime esa lógica, ya se ha asumido una idea de nación como homogeneidad sustancial. Pero debemos decirlo con claridad. Esta idea es la que rompe con la Constitución del 78, que establece, sí, la unidad del pueblo español, pero no la homogeneidad nacional del mismo.
Por supuesto, las elites centrales se encontraban muy incómodas desde siempre con esta visión matizada de la Constitución. Fue necesaria para salir de la dictadura, pero no se ve necesaria para mantener la democracia. Así decidieron aprovechar la crisis que había provocado su corrupción y su torpeza, crisis que llevó a muchos a la ilusión de romper con el régimen del 78 y evadir la aspiración reformista, para romper su vínculo con la Constitución. Lo que se juega ahora es la disminución de los derechos políticos de las minorías nacionales. Su aspiración última es declarar ilegítima su representación política. La ley de amnistía es ilegítima porque brota de esa representación. Sánchez es ilegítimo porque gobierna con esa representación. La ley de amnistía evade la dualidad entre sometimiento o exclusión, da eficacia a la Constitución del 78 y por tanto vuelve a situar la política en un marco que las elites centrales ya no consideran el suyo.
Todos los asaltos al Estado democrático de derecho se dirimen en la destrucción del parlamentarismo. Los amigos de la homogeneidad nacional lo odian porque no hace visible su pretendida uniformidad. Pero al asaltarlo, tienen que cambiar el concepto de democracia. Ya no será democracia representativa, sino otra asentada en la representación sustancial, compacta, personificada en algún caudillo. Es el primer paso para otras formas de actuación política. Esta fue siempre la previsión de Carl Schmitt, el teórico de cabecera de la derecha española.
Sin embargo, el parlamentarismo también necesita de una condición. Tiene que trabajar con al menos un denominador común: proyectar sobre los representados la aspiración a definir un bien para todos ellos. Esto concierne también a las minorías nacionales, en la medida en que la Constitución reconoce sus derechos como plenamente reconciliables con el bien general. La Ley de Amnistía ha sido planteada de la peor manera posible, como si hiciera de la necesidad virtud. Era una obligación fundamental del Estado atender a su fundamento democrático y reponer cuanto antes la plenitud de una representación política justa. El Estado democrático ha cumplido con su deber al aprobarla. Pensar que debe ser permitida por alguna disposición de la Constitución es sencillamente equivocado, porque es obligada por la norma democrática fundamental que sostiene la Constitución.
Quien no ha cumplido con el deber de vincularse al sentido profundo de la amnistía, y de reconocer al Estado que la ofrece, ha sido Junts, la piedra de escándalo en todo este asunto. Pues al proclamar que no obra en su formación ese mínimo denominador común de toda lógica parlamentaria de buscar el bien general, esta formación no sólo cae en la contradicción de apoyar a un gobierno que sólo se podría legitimarse por promover ese bien general, sino que confiesa desconocer al Estado que la reintegra a su seno con plenos derechos. Al hacerlo, Junts actúa como si estos actos de Estado fueran nulos y sin valor, en la medida en que desconocen el Estado que los realiza.
Y no solo eso. Al mantener un política de provocaciones permanentes, es el causante principal y voluntario de este estado de ebullición febril que reclama su exclusión de la vida política. Se requiere mucha virtud cívica y mucha paciencia para, a pesar de todo, defender la ley de Amnistía, pero eso no impide decir algo. Al contribuir a la erosión de la institucionalidad parlamentaria, debilitando el único gobierno capaz de reconocer sus derechos, Junts está jugando a ser un aprendiz de brujo. También sabemos por la historia que este es un juego muy peligroso. Los estados de ebullición son incontrolables.
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