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Opinión

Diania urbanizada, de mala manera

Jesús Pobre, uno de los pueblos que más atesora la mítica y nativa Diania.

Jesús Pobre, uno de los pueblos que más atesora la mítica y nativa Diania. / Alfons Padilla

Fue un médico sabio con vocación botánica Joan Pellicer, de Bellreguard, quien bautizo el territorio que abarca desde el Mondúber al Montgó como Diania. Un espacio maravilloso, con lluvias otoñales frecuentes y un clima de días soleados casi todo el año. Su geología es la misma que la de las Baleares cuyas Pitiusas de Ibiza y Formentera comparten con esta zona lazos culinarios e incluso genealógicos.

No son geografías ricas por demasiado secas y rocosas, salvo algunas zonas lagunares dedicadas a la economía del arroz o la sal. La excepción se produjo con el boom de la pasa mediado el siglo XIX, aunque la filoxera terminaría por liquidar aquel esplendor. Sin embargo, a partir de los años 60 del siglo pasado, todo cambió gracias al incipiente turismo. Sin planes urbanísticos hasta dos o tres lustros más tarde, con el país todavía empobrecido saliendo de las escaseces y el aislamiento, la paradisiaca Diania comenzó a ocuparse sin ton ni son.

En muchos casos, fueron promotoras extranjeras las que iniciaron la construcción a gran escala. Inventaron, incluso, una falsa arquitectura vernácula basada en torres cilíndricas al modo de molinos quijotescos, portalones castellanos y balaustradas barrocas prefabricadas. Sin alcantarillado en muchos casos ni otros servicios, sin zonas comunes ni reservas de suelo público. El Tossalet de Xàbia, las Cumbres del Sol de Benitatxell o, más al sur, la Ensenada de Benissa y Calp o el entorno de Moraira fueron los asentamientos paradigmáticos de esta cultura del ladrillo non-stop.

Ya en 1988, la revista de Urbanismo del colegio de Arquitectos de Madrid, en un monográfico dedicado a las áreas turísticas españolas más relevantes, publicaba un extenso y lúcido estudio de Alberto Peñín titulado «La Marina. Metrópoli rural o campo urbanizado», en donde se explicaba con datos abrumadores ese imparable trasvase de suelo rústico a urbano sin mediar planificación de por medio. Obviamente, el maestro arquitecto Peñín concluía que serían necesarios planes a escala metropolitana-comarcal y una autoridad supramunicipalista para empezar a ordenar ese urbanismo diseminado que se expandía por el territorio. Pero ni diputaciones ni Generalitat, ni leyes del suelo posteriores, ni siquiera las recomendaciones europeas dieron solución al problema.

Deslavazado el paisaje, incapaz de asimilar tamaña metástasis constructiva, las nuevas políticas que siguieron pudieron parar algún que otro desaguisado. La ocupación de las laderas del Montgó se detuvo, lo mismo que los altos de Gata de Gorgos o las alocadas urbanizaciones en las colinas que circundan Pedreguer o los montes de Pego. En cambio, los ensanches de los núcleos urbanos han ido a peor. El caos edificatorio y la ilógica movilidad desgobierna el centro de Dénia, plagado de solares y fincas abandonadas, como ocurre también en los arrabales de Ondara u Oliva, así como en los campos agrícolas ocupados por polígonos industriales o en la línea costera de los pueblos al sur de la Safor, mientras se descose entre aparcamientos de camiones, barcas y cañizales la llanura de Xàbia que debería articular el Arenal con el hermoso promontorio de la iglesia de Sant Bertomeu.

Ni siquiera la potente presencia de los ferrys de Baleària ha hecho posible que Dénia construya una circunvalación funcional para llegar a su puerto, donde cada día embarcan y desembarcan cientos de vehículos. Curiosamente, una nueva urbanización de recreo y deporte como Oliva Nova ha posibilitado salvar el bloqueo del tráfico por el interior de Oliva gracias a la nueva salida por la autopista, ¡cuarenta años después de que se construyera el túnel de Xeresa! Y algo parecido ha ocurrido en la Sella, cuyo campo de golf internacional ha servido para detener el avance de los chalets por todo el valle.

Entre tanta hostilidad urbanística se puede encontrar alguna excepción que merece la pena subrayar para ver si cunde el ejemplo. Es el caso del conjunto de viviendas Ca la Xara, promovido hacia mediados de la primera década del siglo XXI por Salvador Benlloch y su hija Arantxa, un delicioso grupo de viviendas unifamiliares respetuoso con el paisaje al modo de confortables casas vernaculares, con sus fuentes-piscina y jardinería autóctona mientras los vehículos se ocultan en subterráneo.

Otro caso de referencia es el del aparcamiento en altura del primer gran Mercadona que se construyó en Dénia en los años 90, en una localidad plagada de coches y solares dedicados al negocio improductivo del párking.

Pero por encima de todos hay que señalar el modelo de Jesús Pobre, la pedanía autónoma famosa por su riu rau comunal, cuyo aspecto urbano es insólitamente agradable y respetuoso. Ocurrió a principios de los años 80, cuando el arquitecto Gaspar Fernández Mora contrató como asesor al sociólogo Eduard Mira para desarrollar el plan parcial de Jesús Pobre. Fueron osados porque en un momento de furor prohibicionista decidieron permitir construir, pero con reservas y ordenanzas, al objeto de cerrar el perímetro urbano y hacer fluida la relación con la carretera que atraviesa una de las esquinas de la población.

Mira, además de reconocido escritor y ensayista, es un excelente dibujante, culto y documentado, conocedor de las propuestas neotradicionales del arquitecto Léon Krier -el reconstructor de Amiens-, todo lo cual le indujo a proponer unas edificaciones dibujadas inspiradas en las pinturas metafísicas del pintor italiano Giorgio de Chirico. Los arquitectos completaron el giro conservacionista generando una paleta de colores. El resultado no puede ser más ingenioso y resultón. Jesús Pobre es a día de hoy el último bastión aborigen, uno de los pueblos más bonitos, si no el más, que atesora la mítica y nativa Diania.

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