Opinión
La pena que nunca es justa

Represión del Gobierno de Irán contra manifestantes en una protesta por la muerte de Mahsa Amini a manos de la policía de moralidad. / EFE
El paraguas de la Ley es, por desgracia en demasiadas ocasiones, la excusa perfecta para cometer las mayores injusticias, y la pena capital es una de ellas.
En efecto, se usa como pretexto para dar muerte a un ser humano sin mayores consecuencias, de forma premeditada, incluso con “cita previa”, siguiendo un organizado y cuidado protocolo, en el que a veces se le da al reo incluso el privilegio de escoger qué tipo de muerte prefiere. La crueldad llega al punto de que se convierte en un espectáculo para aquellos que desean presenciar en persona ese horrible momento, tal y como ocurría antaño con los ahorcamientos en la plaza del pueblo o con los leones que devoraban esclavos y cristianos en el Coliseo romano.
En el colmo de la hipocresía, incluso hemos inventado un eufemismo para evitar la palabra “muerte” porque suena demasiado cruel, así que nos hemos decantado por llamarlo “pena capital”.
Muchos son los que la defienden, más en privado que en público, y sus excusas, más o menos elaboradas, pero en ningún caso justificables, van desde que es disuasoria porque el criminal se lo pensará dos veces antes delinquir, a que es el justo castigo a un acto reprobable y que al fin y al cabo es darle al reo “ojo por ojo”, que es lo que este se merece.
También hay quien encuentra incluso utilidad y practicidad en estas muertes, dado que, si eliminamos al condenado, ya no tendremos que mantener con nuestros impuestos a un “indeseable” en la cárcel durante años, viviendo del cuento.
De esta forma, convivimos, entre conformes y resignados, con el hecho de que la pena de muerte siga siendo una realidad muy viva para muchos, y que tristemente va en aumento: 1.518 ejecuciones en 2024, un 32% más que el año anterior (según cifras facilitadas a Amnistía Internacional), una auténtica carnicería.
No en vano, este “sistema” lo utilizan nada menos que 55 países en la actualidad, y no estamos hablando de países inhóspitos, desconocidos o con un sistema de valores que nos pueda resultar muy ajeno. Entre ellos, Estados Unidos, firme defensor de la pena de muerte, el país más poderoso del mundo y quien marca los designios económicos, políticos y sociales de gran parte de la humanidad.
Más triste aún, es comprobar cómo en realidad se ha demostrado que la pena de muerte no es ni mucho menos disuasoria y que no se puede dar marcha atrás al hecho de que muchos inocentes hayan sido condenados a muerte y ejecutados injustamente por errores judiciales, habiendo sido absueltos años después.
Otros tantos, no han tenido ni tan siquiera la oportunidad de ser juzgados por un tribunal, siendo asesinados en las cárceles a la espera de juicio. Alzar la voz ante las injusticias, defender la democracia y los derechos de los más vulnerables, tener cierto color de piel o género, o pertenecer a una etnia o religión determinada, tal y como estamos viendo hoy en día, puede salir muy caro. Incluso los más pequeños, lo pagan con su vida. Ante esta insoportable realidad, no podemos permanecer callados, porque el silencio nos hace cómplices de aquellos que dictan leyes injustas o inhumanas y que las hacen cumplir. Porque el silencio también mata.
En Fundación por la Justicia llevamos más de 30 años luchando incansablemente por la defensa de los Derechos Humanos allí donde se necesite y, mientras trabajamos, soñamos con que un día el derecho a la vida sea realidad para todos.
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