Opinión
Si esto es una guerra, si esto es una paz
Ganar unas elecciones no da manos libres para hacer lo que se quiera del pueblo que te ha votado. Esa doctrina, que parece imponerse por doquier, desde Budapest a Washington, pasando por la Puerta del Sol, es monstruosa.

Benjamin NetanyahuSteve Witkoff y con el yerno de Trump, Jared Kushner (izquierda). / Efe
Cuando tengamos perspectiva para analizar los hechos del presente, si es que nos queda inteligencia entonces, no dejaremos de preguntarnos por la racionalidad de los brutales hechos que inició Hamás el 7 de octubre de 2023. A la luz de lo sucedido, y de lo que ahora se nos vende como un proceso de paz, no podemos asegurar que podamos entenderlo. La impresión dominante es que nos sentimos zarandeados por fuerzas que, aunque aquí no se manifiesten como destrucción militar, son las mismas que han llevado a dos millones de palestinos de un lado para otro en su estrecha y cruel cárcel de Gaza.
Todo partió de una elección en 2006 que dio la victoria a Hamás. Los que entregaron sus votos a esta formación hasta darle el 44’5 % de los sufragios frente al 41 % de Fatah, no tenían ni idea de lo que, andando el tiempo, sería de ellos. Aquella elección forjó un señorío de Hamás que fue militarizándose cada vez más. Nunca se sometió a elecciones, como tampoco lo hizo Mahmud Abás. De su representante, Hamás se elevó a dueño de Gaza. Al contrario de Fatah, que se atuvo a los acuerdos de Oslo, Hamás no reconoció la existencia de Israel ni renunció a la violencia para destruir su Estado.
La consideración inicial que se me impone es esta. No basta creerse un Estado para serlo. La locura de Hamás no reside en la fría y monstruosa crueldad que manifestó en la noche de aquellos ataques de octubre. Lo peor del Terror no es el Terror. Como decía Hegel, esta subjetividad que se siente absoluta de forma patológica, pronto sucumbirá ante el señorío inevitable de la muerte, que devora inflexible toda subjetividad particular. Lo peor del Terror es creer que puede imitar al Estado. Esta fue la locura de ETA y la de Hamás. En un caso como en otro, no pudieron hacer lo que debe hacer el Estado, proteger a su pueblo.
Iniciar con un acto de terror una guerra que no se puede ganar, es obra de la locura. Pero iniciar una guerra cuyo resultado tiene que ser destruir a todo un pueblo, parece algo diferente. Mantener como divisa la destrucción del Estado de Israel con escasas fuerzas es un síntoma patológico. Aunque esta megalomanía pueda ser mantenida como compensación psíquica de los desesperados, no hay evidencias de que los jefes de Hamás, capaces de negociar con firmeza y resolución, formen parte de los desesperados. Qué decir de los desdichados gazatíes, en medio de la desolación aferrados a la vida de una forma que resonará en nuestras almas mientras tengamos conciencia, atados a sus seres queridos muertos, a sus criaturas, a sus mayores, a sus casas destruidas, en una resistencia que admirará a la humanidad al mismo tiempo que la humillará con la vergüenza y el asco hacia sus verdugos.
De todo esto, solo se sigue una cosa. El pueblo de Gaza ha sido puesto en el tablero por poderes internacionales que escapan a su control. A quienes sirva Hamás, solo ellos lo sabrán. Lo que sabemos nosotros es que a sus señores no les ha importado sacrificar al pueblo gazatí en un holocausto. Pues a eso llevaba tarde o temprano declararle la guerra a Israel con un acto de terror inicuo. No me cabe duda de que esto fue asumido con todas sus consecuencias en algún despacho.
Ganar unas elecciones no da manos libres para hacer lo que se quiera del pueblo que te ha votado. Esa doctrina, que parece imponerse por doquier, desde Budapest a Washington, pasando por la Puerta del Sol, es monstruosa. Y eso es lo que por su parte representa Netanyahu. Aprovechando una minoría electoral, ha llevado a su pueblo a una situación sobre cuya genocida desproporcionalidad no ha sido preguntado. Esa concepción de la democracia es errada y muy peligrosa. Es propia de aventureros que sólo salen de su aventura arrastrando al dolor a masas enormes de gentes. Pero en todo caso, a quién sirve Netanyahu es más fácil conocerlo.
El relato que nos ofrece The New York Times de la forma en que se ha llevado a cabo la propuesta de paz de Trump es muy iluminador. El artículo de Katie Rogers y Tyler Pager describe el papel de Jared Kushner, yerno de Trump, en las conversaciones a tres bandas con Steve Witkoff, el multimillonario delegado para asuntos de Oriente Medio, y con el gobierno de Israel. Todo tiene lugar en una isla artificial al norte de Miami. El pasado viernes Kushner escucha que Hamás está dispuesto a devolver los rehenes. Así empieza la crónica periodística. ¿Pero dónde escucha esto Kushner? ¿Quién se lo dice? No lo sabemos, pero alguien de Qatar, alguien de Arabia o de Egipto. En 20 minutos, con su coche, Kushner se acerca a la mansión de Witkoff. Desde allí conversan con Israel y salvan el obstáculo de los ministros ultraortodoxos.
El gran arquitecto de los acuerdos de Abraham en acto. Dicen que mientras Kushner traza los planes, Witkoff habla por teléfono. Trump siempre alardea de que sabe negociar. Pero esto lo ha negociado su yerno, sin cargo alguno en su administración. Luego se enterará Rubio. Y luego Trump. Nada que ver con las paces de los grandes momentos de la humanidad. Es un acuerdo de millonarios árabes y americanos elevado a acto de Estado por Trump. Así estamos. Entre terroristas que se creen un Estado y millonarios que lo sustituyen impulsando sus negocios de urbanizar Gaza. El Estado es lo eterno, creía Hegel. ¿Será verdad?
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