Opinión | Bolos
Morir dos veces en quince años
La tragedia no está en los huesos hallados del hombre de la Fuensanta, sino que un edificio entero deje morir a alguien sin advertirlo

La vivienda donde estaba el cadáver que llevaba 15 años muerto / J.M. López
Dicen que la muerte siempre avisa, aunque no siempre lo hace. En el popular barrio de la Fuensanta de València, a pocos metros del periódico, hallaron el sábado los restos de un hombre que llevaba quince años muerto en su vivienda. “Era una buena persona”, aseguran sus vecinos. Pero quince años… Quince navidades sin llamadas, quince veranos sin noticias. Nadie lo echó en falta porque todos creían que vivía en una residencia, a la que nadie se preocupó por ir de visita. Murió, y el silencio lo sepultó dos veces, en cuerpo y en memoria.
El caso podría parecer una anécdota macabra, digna de una serie nórdica de Netflix, pero es realidad pura. Un cadáver olvidado en un vecindario que dejó de mirarse. La Fuensanta nació en los márgenes de la ciudad para acoger a quienes lo perdieron todo en la riada de 1957. Aquel entramado de relaciones presenciales ha sido sustituido por la conexión a través de pantallas. Hemos confundido la cercanía digital con la compañía verdadera. Nadie se asomó a su puerta ni se extrañó de su ausencia. La puerta del sexto piso de la calle Lluís Fenollet —nombre de un humanista setabense del siglo XV— nunca volvió a abrirse.
Tenía dos hijos que lo habían apartado de sus vidas. Cuentan que las deudas del piso fueron el único rastro tangible de su paso por el mundo. Solo el olor, como último mensajero de la verdad, reveló su destino. Qué ironía para quienes creen que la soledad es un mal individual, cuando en realidad es un fracaso colectivo. Un edificio entero, un barrio completo, pueden dejar morir a alguien sin advertirlo. Nos hemos habituado a no preguntar, a no incomodar, a no mirar. La educación del silencio se ha convertido en norma de convivencia.
La tragedia no está en los huesos hallados, sino en la existencia que se fue borrando hasta que nadie quedó para pronunciar su nombre. Esa desaparición antes de morir es, quizás, la forma más común de muerte en nuestro tiempo. Ojalá el eco de este suceso sirva de advertencia. Debemos volver a tocar puertas, a saludar en el rellano, a preguntar si alguien necesita algo. Por humanidad, sencillamente.
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