Opinión
Volver a pensar

Las àlabras son la base de la comunicación. / Freepik
Cada vez cuesta más trabajo pensar. Sí. Cada vez más. Aunque no cuesta más porque padezcamos alguna suerte de patología neurodegenerativa que merme nuestras capacidades intelectuales, sino porque las palabras ya no sirven para referirnos a los hechos que pasan y a duras penas mantienen la presunción de veracidad. Decía Wittgenstein que el mundo es todo lo que sucede, es decir, el conjunto de todas las cosas que ocurren, que deseamos y con las que soñamos. Siempre me ha gustado mucho esta frase porque es una manera muy bonita y sencilla de definir qué es el mundo. Gracias a las palabras podemos hablar de lo que nos rodea y compartir con otros lo que pensamos y sentimos. Nos relacionamos a través de las palabras y a través de estas actuamos. Con esa capacidad para compartir pensamientos, sentimientos y acciones vamos creando eso que, a falta de un mejor término, acordamos llamar ‘realidad’.
Desde hace varios lustros –quizá con la explosión comunicativa que supuso la generalización del acceso a internet y la irrupción de las redes sociales—, las palabras ya no sirven para aludir a lo que sucede a nuestro alrededor. No vamos a negar que las palabras aún sirven para comprar fruta fresca en un mercado local o para explicarle al chico de la tienda que nuestro móvil no funciona tan bien como antes. Para eso sí que sirven, de momento. ¿Por qué lamentas que no podamos hablar –respondía preguntando el cartujo al joven novicio— es que acaso no puedes pedir agua si tienes sed o pan si tienes hambre?
Sin embargo, quienes no nos hallamos separados del mundanal ruido vivimos navegando las incertidumbres e imponderables que dan sentido a la vida, y nos resistimos a renunciar a comprender por qué pasan las cosas que ocurren e, incluso, a explorar las incongruencias del lenguaje para conversar sobre todos los delfines del mundo.
Lamentablemente, como digo, las palabras pierden potencia para explicar nada o decir verdad y, por tanto, también para vehicular las relaciones humanas, relacionarnos con lo menos inmediato y mover a la acción colectiva.
Es cierto que los sustantivos ayudan a sustanciar el mundo, sin embargo, siempre me han preocupado mucho más los adjetivos, porque son los que dan color y sabor al mundo. Lastimosamente, ninguno de los innumerables sinónimos que ofrece la versión electrónica del DRAE o la riqueza de matices que esconde el María Moliner puede explicarnos por qué pasan las cosas que ocurren ante nuestros ojos: la crueldad infinita del gobierno de Israel es una aberración moral inefable y jamás habrá un diccionario civilizado que alcance a contemplarla, la deshonra con la que insiste en cubrirse el Molt Honorable Senyor President de la Generalitat Valenciana con su abordaje de la Dana es imborrable, y la desvergüenza de los excargos socialistas es… es una caricatura indescriptible de la acción política.
Sin embargo, pese a que cada uno muestra distinto grado de catadura moral, en conjunto evidencian el punto de agotamiento lingüístico y de inacción que hemos logrado. Los circunloquios lingüísticos con los que nos abofetean no son solo un despropósito y un insulto a la inteligencia del más lelo, sino la manifestación más clara de la ausencia de intención comunicativa. En todos los infinitos casos de discursos públicos que conocemos, sus ejecutores siempre presentan los hechos envueltos en un sinfín de justificaciones que, sin intención alguna de transmitir, solo emborronan el sentido de la realidad y lo «ponen todo perdido de palabras». Esta expresión, que tomo prestada de Ángel Gabilondo, es muy certera para describir el fango que nos atrapa.
El significado de las palabras se halla en quién, cómo y cuándo se usan, y su uso –a los hechos me remito— desvela que las palabras públicas han dejado de servir para lo que nacieron: ni se refieren a ningún hecho, ni dirigen la acción colectiva, ni tienen pretensión de hacerlo, ni buscan decir verdad. Cuando se habla en público y al público, apenas nadie aspira a compartir nada. Nadie aspira a explicar nada. Son emitidas sin propósito de comunicar nada o de hacer partícipe a nadie porque, me atrevo a señalar, tampoco aspiran a ser escuchadas. Su validez dura su locución. No trascienden. No significan nada. Carecen de sentido. Nacen muertas.
La distorsión de las palabras que conocíamos y con las que hablábamos del mundo, con las que lo construíamos y con las que intentamos pensar para explicarnos por qué pasan las cosas que ocurren, ha alcanzado unas cotas tan altas de miseria moral e imprecisión semántica que ya no las necesitamos. Imperceptiblemente despeñados hacia el infierno de Dante y embaucados por los artificios del espectáculo, parece que hayamos perdido toda esperanza de discernir la verdad de la mentira. Aprendemos a vivir sin la necesidad del valor ‘verdad’, de entender qué pasa, de dialogar con el diferente o de soñar con mejorar el mundo. El cúmulo de manipulaciones se hace tan insoportable, que no solo emborrona el sentido de la realidad, sino que hace desaparecer su propia necesidad como utensilio con el que navegar las incertidumbres que dan sentido a la vida.
Sin el implícito moral de veracidad que, quizá alguna vez, sí encerraron las palabras, se dificulta mucho el pensar más allá del pan y del agua. Que no es poco, desde luego. Acaso por ventura debamos callar y alejarnos del mundanal ruido para volver a pensar; a pensar, claro, en contra de las ideas.
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