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Opinión

La crisis que el "milagro" peruano maquilla

Lo que revela el nuevo recambio presidencial en el país con la macroeconomía más sólida de América Latina

Una pancarta con el mensaje "¡Fuera Dina Asesina!", ante cientos de personas que marchan por las calles de Lima protestando contra el Gobierno de Dina Boluarte, el Congreso y el Poder Judicial, en Lima, Perú.

Una pancarta con el mensaje "¡Fuera Dina Asesina!", ante cientos de personas que marchan por las calles de Lima protestando contra el Gobierno de Dina Boluarte, el Congreso y el Poder Judicial, en Lima, Perú. / Europa Press/Contacto/Carlos Garcia Granthon

Uno de los últimos países latinoamericanos en los que se piensa cuando se pronuncia la palabra “crisis” es en Perú. La solidez de sus cifras macroeconómicas, la felicidad de su gastronomía y sus celebrados paraísos turísticos naturales y culturales han blindado su imagen durante los últimos veinticinco años, tras la caída del dictador Fujimori. Como las formalidades constitucionales desde entonces se cumplen puntillosamente y el peso de la ley ha conjurado intentos de golpes de Estado y encarcelado a más presidentes corruptos que ningún otro país de la región, se le suele considerar un territorio más que menos estable y benévolo, en el que no sucede nada de lo que preocuparse demasiado.

Sin embargo, todo eso no es nada más que un poderoso espejismo que se va despejando ante la opinión global a medida que se acumulan los mandatarios descartables destituidos por un Parlamento omnímodo, dominado por clubes políticos que detentan el monopolio del poder y que no conocen otra bandera que el cinismo y los retrocesos flagrantes en la defensa de los derechos humanos (especialmente de las mujeres y poblaciones LGTBIQ+), a la par que se aglomeran los muertos en manos de despiadadas bandas criminales que mantienen a la población peruana bajo un estado de terror y zozobra, secuestrada y extorsionada sin que quienes gobiernan muestren la menor voluntad política de frenar la sangría. Todo lo contrario, aprueban leyes que promocionan la impunidad.

La reciente destitución de Dina Boluarte, mediante el mecanismo dudoso de la “vacancia presidencial por incapacidad moral permanente” –que puede significar lo que se le antoje al Congreso peruano, vulnerando con frecuencia la esencia de esta figura constitucional– se suma a la de los cinco mandatarios depuestos antes que ella en tan solo nueve años, frente a los solo tres que se depusieron en los dos siglos previos de vida republicana. Y ocurrió solamente cuando la ciudadanía empezó a salir en masa a las calles, desesperada por las olas de asesinatos en manos de sicarios; una muestra de la indolencia de la clase política peruana. En lo que va de 2025, se acumulan más de 1500 crímenes, y solo en un día, el 3 de agosto, la cifra alcanzó las 12 víctimas mortales tras extorsiones.

Evidentemente este movimiento de fichas políticas ha tenido como propósito principal calmar las agitadas aguas populares, principalmente en los Andes del sur. Han apostado por quemar a una presidenta fusible y aprovechar, de paso, la oportunidad para colocar en Palacio de Gobierno a Juan José Jerí, un personaje gris muy cercano al fujimorismo, a quien hace poco la Fiscalía de la Nación le archivó, con no poco escándalo, una denuncia por presunto abuso sexual.

El enésimo recambio ocurre a pocos meses de las elecciones generales en las que Keiko Fujimori se jugaría su cuarta postulación por la derecha conservadora. Ya Jerí ha iniciado una campaña para promocionar la necesidad de una “mano dura” en Perú, a lo Bukele, y el persistente copamiento fujimorista de distintas instituciones, como el Tribunal Constitucional o la Fiscalía, hacen temer que, ante un posible nuevo resultado ajustado que le sea otra vez adverso en segunda vuelta, se esté buscando asegurar “en mesa” lo que el antifujimorismo le ha negado a la hija del dictador en las urnas.

La crisis del Perú es más grave de lo que se cree. Hunde sus raíces en un modelo ultraliberal oligárquico que promociona las cifras macroeconómicas y las simulaciones democráticas de una clase política corrupta y envilecida de derecha a izquierda, mientras las desigualdades sociales –que quedaron expuestas en carne viva durante la pandemia por la Covid-19, con la más alta cifra de muertos por millón en el mundo– se profundiza con una criminalidad organizada que asola el país. Solo la organización ciudadana, que apenas empieza a despertar, podría generar cambios reales en un futuro que no parece tan cercano.

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