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Opinión

El mejor

Robert Redford en la película 'El Mejor'.

Robert Redford en la película 'El Mejor'. / ED

Hace cuarenta años, justo cuando teníamos la edad de los Goonies, nuestro plan cuando llegaba el fin de semana era muy sencillo. Acudíamos el viernes por la tarde a la Plaza del Ayuntamiento a bordo de los diferentes autobuses de la EMT. Nos habíamos librado por fin de los asépticos uniformes escolares lanzándolos sin misericordia alguna al cesto de la ropa sucia. Era viernes por la tarde y, por lo tanto, ya podíamos volver a lucir por fin esas zapatillas que nos habían regalado por Navidad, esos pantalones vaqueros que tanto anhelábamos entresemana, o ese chaleco rojo de plumas más o menos parecido al de Michael J. Fox en Regreso al futuro.

Quedábamos allí mismo, en Plaza del Ayuntamiento, porque era entonces para nosotros el epicentro de todos los sueños posibles e imposibles, ya que a su alrededor se encontraban los cines más espectaculares y representativos de la ciudad, y que eran entonces los verdaderos templos o paraísos de nuestra infancia o preadolescencia. A ellos nos dirigíamos en nuestras primeras salidas para emocionarnos en grupo, para compartir juntos el miedo, la alegría, el amor, el deseo, la amistad, la risa, el abrazo y las ganas de viajar a otras épocas, geografías o dimensiones infinitas. En cada una de las ocasiones vivíamos un viaje iniciático que comentábamos después en esa especie de merienda y cinefórum que organizábamos sin ser conscientes, en el recién abierto Burguer King junto al Ayuntamiento. Allí nos convertíamos en críticos de cine, con las comisuras pringadas de kétpchup y mostaza y con patatas fritas en los dedos, en vez de los humeantes cigarrillos que no paraban de consumir en la Televisión Española Garci y compañía.

El cine Serrano quizás se erigía como el máximo exponente de aquellas salas, donde vimos a Superman rescatando a un niño a punto de morir ahogado en las cataratas del Niágara, o a Travolta con el pelo engrasado de brillantina moviendo la cadera delante de todas las chicas del instituto Rydell. Nosotros todavía no bailábamos con ellas, con las chicas de nuestro colegio. Ellas tenían otros planes algo más avanzados que los nuestros cuando teníamos esa fascinante edad en la que ni se empieza a ser adolescente ni se acaba de ser niño. Cargados de refrescos y palomitas, nuestras miradas quedaban ancladas, sin casi pestañeo, frente a aquellas pantallas gigantes donde Harrison Ford sonreía antes de atizar con su látigo a otro insufrible nazi, donde Stallone era entrenado por el propio Apollo para recuperar su cinturón de los pesos pesados, o Donde Robert Redford conseguía un épico home run tras haber bateado su última pelota, expeliéndola con fuerza hasta reventar los propios focos del estadio.

El parque Robinson, que es como como se llamaba aquella explanada natural de nuestro colegio, era el espacio donde reproducíamos las secuencias que habíamos visto el anterior fin de semana cuando daban la hora del recreo. Tras la película de Redford algunos nos agenciamos unos guantes de beisbol con lo que llevábamos ahorrado en las huchas o los tarros. Creo que Goda fue quien trajo un bate auténtico. Todos nos miraban extrañados organizándonos en una parte del parque. Albors y Santacruz habían consultado previamente las instrucciones del juego que pusimos más o menos en práctica allí mismo, delimitando las bases con pedruscos. Y es que queríamos poder batear como Redford, recorrer todas las bases corriendo en cámara lenta, imaginando el clamor del público y el estallido de los focos. Porque el cine no era entonces una diversión individual y doméstica, era una religión, una experiencia emocional y colectiva que nos hermanaba, ya que se soñaba al mismo tiempo los mismos sueños.

Cuatro décadas después de aquellas recreaciones de beisbol fílmico en el parque Robinson, en el grupo de whatsap de aquellos amigos del colegio se compartieron diferentes enlaces con la noticia del fallecimiento de Robert Redford. Contemplé con ineludible descrédito aquellos mensajes. Dejé el móvil y cogí mi viejo guante de beisbol. Ese que descansa todavía hoy entre libros y otros tantos recuerdos. Dolido e incrédulo me dirigí con el guante a la videoteca que atesoro en el pasillo de casa. Sonreí sin pesadumbre porque en la estantería dedicada a Redford seguían estando inalterables y por orden cronológico sus películas. Esas que impiden que las noticias de su fallecimiento sean del todo ciertas, porque en ellas siempre seguirá sonriendo a Meryl Streep antes de enjabonarle el cabello en la sabana africana, siempre dedicará una vez más un roce cómplice con el dedo en la nariz a Paul Newman, siempre permitirá a Barbra Streisand que le aparte su flequillo dorado con una velada caricia en, siempre derrocará como periodista junto a Dustin Hoffman a un presidente corrupto, y siempre volverá a batear la pelota hasta hacerla estallar en los focos del estadio, significando que sigue siendo “El mejor” no con palabras, sino con hechos, tal y como nos enseñaron los griegos.

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