Opinión
Una ola de restricciones y autoritarismo

Donald Trump. / ARCHIVO
El estudio de los ciclos económicos, políticos y sociales contemporáneos resulta imprescindible para comprender las dinámicas que configuran nuestro tiempo. Estos ciclos, caracterizados por fases alternas de expansión y contracción, estabilidad e inestabilidad, afectan a las estructuras de las sociedades. Analizar las fases A o B por las que transcurre el crecimiento, la desaceleración, la recesión o crisis de un sistema productivo y las consecuencias en la oferta o la demanda de los bienes producidos, es un primer paso para entender los procesos sociales. El alza de empleos, nuevas inversiones, mejora de salarios y en la fase contraria el desempleo, la baja inversión, la desigualdad, inseguridad vital, pobreza y protestas de los movimientos sociales son elementos del análisis. Pero no siempre hay una relación mecánica entre ambas fases, puede haber bonanza económica y en cambio inestabilidad social y política.
En los últimos tiempos asistimos al debate sobre la situación de las democracias en el mundo occidental. La globalización, las crisis económicas y la revolución tecnológica han generado incertidumbre y se discute la eficacia de los sistemas parlamentarios basados en la confrontación de opciones políticas diferentes que pugnan por dirigir el gobierno según los resultados electorales. Para algunos ensayistas estamos en una época en que no están aseguradas las democracias tal como se han ido configurando desde el siglo XIX y extendido a muchos países con mayor o peor acierto. Tampoco constituyen un referente de valor universal. Sistemas autocráticos, de componentes religiosos o de control político, pueden desarrollar crecimiento económico pero no sociedades con estados de derecho y libertades con contrapesos institucionales. Igualmente, en el mundo occidental de tradición liberal crecen los autoritarismos. La polarización social se manifiesta en la radicalización de posiciones políticas, la proliferación de discursos de odio y la disminución de los espacios de encuentro y consenso. El auge de la ultraderecha es un fenómeno global, con especificaciones en Europa y América. Sus partidos y líderes comparten el rechazo a la inmigración y la prevalencia de la soberanía nacional frente a los organismos multilaterales.
La administración de Donald Trump, con gran respaldo electoral, constituye un ejemplo paradigmático de las tensiones actuales entre democracia y autoritarismo en una sociedad insatisfecha. El presidente estadounidense actúa de manera arbitraria persiguiendo a sus adversarios políticos o a quienes desarrollan, actualmente y en épocas pasadas, responsabilidades administrativas o políticas que no cuentan con su aquiescencia. Se implementaron políticas de persecución indiscriminada a inmigrantes hispanos, se promovió la desconfianza en los medios de comunicación y el sistema judicial, y se cuestionó abiertamente la legitimidad de procesos electorales, junto a una relación de dominio sobre los demás países occidentales con los aranceles o la política militar y el olvido de los derechos y normas internacionales. El lema “Make América Great Again” puede ser también un reflejo de la competencia con Asia por la hegemonía mundial. La mayoría de países europeos se han plegado a sus exigencias como también la Argentina de Milei para conseguir el apoyo a sus desequilibrios monetarios a costa de eliminar sus intercambios con China.
¿Estamos ante un ciclo dominado por políticas de retrocesos de derechos o costumbres liberales admitidas hasta ahora? ¿De miedo ante la inseguridad de perder la estabilidad de un mundo en permanente cambio? El principal objetivo de Trump se encamina a conseguir la unidad política del mundo occidental, incluso tratar de incorporar a Rusia, bajo la dirección de EEUU, para enfrentarse a China quien ya cuenta con esa unidad a través del PCCH. En esa línea encaja el superliderazgo para los acuerdos de paz en Gaza. Se acabó ya de promover nuevos derechos y que de cada necesidad surja uno nuevo. Hoy las ultraderechas se centran en defender las “esencias” de la nación y marginar o someter a quien no las comparte. No entran en diálogos con los disidentes, lo mejor es descalificarlos sin más, para no distorsionar la narrativa. Un militante de Le Pen o de Vox está más cerca de Orbán, de Milei, de Trump, incluso de Putin, que de opciones de su propio país de centro derecha y por supuesto de centro izquierda. Están globalizados en la lucha contra un enemigo considerado destructor de los valores clásicos. Tal vez, la casi única unidad de orgullo nacional se da en las competiciones deportivas internacionales.
En ese contexto la polarización política en España viene fundamentalmente ocasionada por el miedo al desequilibrio territorial, incluso a la proyección de independencia de los movimientos nacionalistas. Sánchez tiene buenos resultados económicos y ha apoyado políticas sociales como el IPC de las pensiones. Cree que el gobierno del PSOE puede arreglar el tema nacional como lo intentó Azaña en los años 30 con los Estatutos, y desea superar el autonomismo y alcanzar un Estado Federal sin especificar el modelo de federalismo a implantar. Y de ahí sus pactos parlamentarios y las coaliciones de gobierno. ¿Pero qué parte de la población española aprobaría un proyecto hasta ahora indefinido, creado al albur del propio proceso y sin contar con el principal partido de la oposición que es el PP? ¿Es posible ese coste y a qué precio?
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