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Opinión

Lo incomprensible

Lo incomprensible.

Lo incomprensible. / Freepik

Dice Leila Guerriero que el yo “es una construcción y contiene multitudes”, mientras Walter Benjamin la complementaba décadas antes al considerar que la construcción de la Historia “está consagrada a la memoria de los sin nombre”. El pensamiento es colectivo, la individualidad no existe. Es de justicia reconocerlo, por los que sembraron la semilla pero también por nosotros. Porque de lo contrario pensamos (piensa cada generación) que concentra poderes adánicos y el mundo se edifica cada cincuenta años, malversando a aquellas y aquellos que ya pasaron por ahí; y bloqueando el progreso, que precisa de la memoria y el conocimiento de los predecesores. Somos herencia, una herencia a menudo intangible, constantemente silenciosa. No hay individuo original porque no existe sociedad sin memoria y ese recuerdo, esa pulsión del pasado en el presente, sirve de guía pero también de exigencia. Estamos en constante pugna, en repetida y nueva tensión, intentando saber qué nos influye, qué decidimos y qué consideramos útil en la actualidad de un hoy que rápidamente queda caduco.

No solo son importantes los conocimientos en sí, sino también la inserción de esos conocimientos en el marco de la realidad, con toda su complejidad. Cada decisión es individual pero el intelecto es colectivo porque la vida se basa en una tradición, una educación, una red de bibliotecas, instituciones, como las universidades, y un debate público, llevado a cabo en revistas o asociaciones.

Deambulan las ideas en cierta connivencia con las cosas, entre la quietud insultante de la historia. Sobrevuelan el orden establecido, impuesto, siempre impuesto. Lo atraviesan ingenuas, a menudo impotentes. Solo ellas pueden alterarlo pero el statu quo se resiste feroz y, a menudo, vence. Las ideas todo lo desestabilizan pero la mayor parte de las ocasiones el movimiento, adelante o atrás, es inapreciable. Por eso el motor de la historia es la frustración, la desesperanza, la desdicha. La tierra (donde yace quien sembró sin saber) todo lo une y algo universaliza. Conecta esperanzas pero también fracasos.

Las ideas no perecen con los cuerpos, antes bien se trasladan, se respiran, cual consciencia histórica. Consciencia histórica, quizás excesivamente provocador, al desconocerse la materia de la que se forma esa consciencia cuasi espiritual desapegada de la persona, autónoma e inquietante. La consciencia atesora lo incomprensible, dirá Juan Benet.

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