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Opinión | Bolos

Director de Levante-EMV

Extraños en nuestra propia ciudad

València, como las personas, va cambiando de piel, y para seguir queriéndola, hay que aceptar que ya no es la misma

El choque entre turistas y vecinos en el centro de València agita las redes

Levante-EMV

Paseo mucho por la calle de las Danzas y la plaza de la Compañía, escenario del vídeo viral en el que un grupo de vecinos reprende a unos neerlandeses en bicicleta por incumplir las normas más básicas de tráfico. Una protesta de auxilio que, como era de esperar, se ha convertido en acusación de “turismofobia”.

Hace tiempo que Ciutat Vella es un velódromo para un pelotón de visitantes que ignoran cualquier señal, a veces ante la pasividad de la Policía Local, que no sé si también haría la estatua en el caso de que los ciclistas no fueran tan caucásicos, con aroma de tulipán. Así que, además de la evidente masificación turística, València tiene un concejal de Tráfico que está haciendo añorar, y mucho, a Grezzi.

Conozco a muchos vecinos y comerciantes de la zona que, tras la publicación del vídeo en nuestra web, no han dejado de expresar ese hartazgo de no reconocer la calle por la que han pasado toda la vida. València lleva años en ese proceso de transformación en una ciudad turística. Pero en esa alegría global hay una melancolía íntima, la de quienes se sienten invitados en su propia casa.

El barrio —esa zona de confort urbana que antes se medía por la distancia a la panadería o por el saludo del cartero— se ha convertido ahora en fachadas recién pintadas con alquileres imposibles, y donde los vecinos de siempre se van marchando, uno a uno, con la discreción de quien sabe que su tiempo ha pasado.

El progreso, quizá, consiste en aprender a compartir la ciudad con quienes llegan buscando lo que nosotros habíamos olvidado, como hacemos cuando somos turistas. Pero esa pérdida del ‘bon dia, com va?’, dicho sin prisa, o la del banco del parque donde las tardes tenían nombre propio, no aparece en ninguna guía de viajes.

Las ciudades, como las personas, cambian de piel. Y para seguir queriéndolas, hay que aceptar que ya no son las mismas. Aun así, cuando la luna se cuela por las calles estrechas cercanas a la Lonja, uno recuerda por qué se quedó: porque, incluso sintiéndote extraño, sabes que este barrio, de algún modo, sigue siendo tuyo… si no perdemos el norte.

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