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Opinión

Emergencias de escaparate

Limpieza de las calles de Algemesí tras la dana del pasado 29 de octubre

Limpieza de las calles de Algemesí tras la dana del pasado 29 de octubre / Agustí Perales Iborra

Aquel 29 de octubre no tembló la tierra: fue el cielo el que se rompió. En pocas horas, el agua lo devoró todo —calles, huertas, fábricas, esperanzas— y, lo peor, muchas vidas. Hoy, a punto de cumplirse un año desde aquella catastrófica dana que arrasó, entre otras, la provincia de Valencia, el ruido del agua aún se confunde con el de las ilusiones que se llevó la corriente.

Un año después, algunos estragos siguen a la vista, mientras el Gobierno de España permanece invisible en la reconstrucción. El Ministerio para la Transición Ecológica, pese al relevo de su titular, continúa sin reparar los cauces dañados ni dar explicaciones del papel fundamental que jugaba en la prevención de la tragedia. La Confederación Hidrográfica del Júcar expone coches siniestrados junto al cauce del barranco del Poyo, convertidos en monumentos involuntarios a la desidia que caracterizó a su actuación aquella tarde. El Ministerio de Transportes tampoco ha reactivado la línea C-3 de Cercanías. Y el presidente del Gobierno no ha vuelto a pisar la zona desde que, en su única visita, optó por salir precipitadamente ante la reacción popular.

Durante todo este tiempo, la Generalitat Valenciana y la Diputación han actuado con decisión, tanto en la ayuda a los damnificados como en la acción sobre el terreno. El Gobierno de España, en cambio, sigue sin encontrar tiempo para dedicar a Valencia. Se ha limitado a pedir más papeles, más informes y más paciencia. Cuando Pedro Sánchez abandonó Paiporta, se llevó consigo la puesta en escena, las cámaras y, sobre todo, el compromiso con quienes lo habían perdido todo. Lo dejó todo resumido en una frase que resuena en un tono más agrio cada vez: “Si necesitan más recursos, que los pidan”. Como si la solidaridad precisara cita previa y registro de entrada.

Pero el contraste no se ha hecho esperar. El mismo Ejecutivo que actuó con inusitada lentitud ante una catástrofe nacional de magnitud desconocida, reaccionó con sorprendente agilidad para enviar un buque de la Armada, el Furor, a escoltar la flotilla “Global Sumud” rumbo a Gaza. Seis barcos con bandera española, cincuenta compatriotas a bordo, ochenta tripulantes internacionales y un coste aproximado de 20.000 euros diarios. Una misión tan simbólica como fotogénica que ha merecido más atención gubernamental que 300.000 valencianos atrapados en el barro.

Lo indignante no es la solidaridad, sino el doble rasero. Nadie tuvo que “pedir” esos recursos. No hubo formularios, ni informes previos, ni acuerdos de Consejo de Ministros. Se decidió y punto. Nadie ha explicado si la flotilla era una emergencia nacional, ni por qué el Gobierno asumió un gasto militar en una misión “por la paz” junto a activistas que, paradójicamente, se declaran antimilitaristas. Cuando la foto conviene, no hay burocracia; cuando el drama es políticamente utilizable, pese al dolor de las víctimas, se exige paciencia.

En la Comunitat Valenciana, los vecinos y las administraciones más cercanas siguen reparando por su cuenta lo que el Estado aún no ha hecho. Esa es la verdadera memoria climática: la de los damnificados olvidados, la de los coches sin retirar, la de las promesas incumplidas. La de quienes, sin cámaras ni discursos, fueron los primeros en achicar agua y serán los últimos en rendirse.

Por eso la comparación duele. Porque demuestra que Pedro Sánchez sí sabe actuar con urgencia… pero solo cuando le interesa políticamente. No esperó a nada ni a nadie para enviar un buque militar al Mediterráneo a proteger a una flotilla de “instagramers voluntarios”, pero sigue encontrando excusas y demoras para auxiliar a miles de valencianos que salieron del barro para quedar a merced de la burocracia.

Si necesitan más recursos, que los pidan” no fue una respuesta: fue una excusa. La política no puede reducirse a cartel, fotografía y campaña. Es compromiso, coherencia y acción. En menos de un año, Pedro Sánchez ha demostrado su distinta vara de medir entre el Furor y el fango, entre los titulares del Mediterráneo y el silencio del Poyo, entre un presidente que navega mirando a Gaza y un pueblo que aún espera que el Gobierno de España le ayude a reparar su herida.

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