Opinión | La plaza y el palacio
El umbral inesperado
Unos 25 años llevo escribiendo estos artículos dominicales, atravesando el reinado de cuatro Directores de Información. No está mal. Me lo digo yo a mí mismo por si nadie me felicita. Aunque lo mismo no hay razones para el parabién, que un rastro de enfados también habré dejado. Así es la vida, amigos. Pero el caso es que, quizá, usted haya advertido que el título genérico de estas colaboraciones es “La plaza y el palacio”. Alguna vez he explicado su origen pero merece la pena reiterarlo: es un fragmento de Maquiavelo, cuando dice que siempre le ha causado un cierto estupor ver el comportamiento distinto de las personas cuando estaban en la plaza o en el palacio. Cuando empecé con esto yo era más ingenuo y estaba menos preparado para entender algunas sutilezas del mundo político. Y, además, doy gracias a los dioses porque lo que yo imaginé como construcción metafórica –El Príncipe de Maquiavelo- se nos ha revelado auténticamente en forma de Pedro Sánchez; por supuesto, esto es el mayor elogio que puedo hacer a mi Presidente de Gobierno. Alguien creerá que ironizo, pero no. Pero dejemos esto para otro día.
Sucede que en estos 25 años han sucedido muchas cosas. Cosas “estructurales”, no meramente anecdóticas, en la política. Cuando empecé –acababa de dejar de ser Diputado a Cortes- creía que había que acercar al máximo plazas y palacios. Ahora no estoy tan seguro. Por supuesto considero que las puertas y ventanas deben permanecer abiertas, que los flujos son positivos. Pero sin amontonamientos, sin confundir al ciudadano comprometido con un turista dispuesto a hacerse selfies en las casas de la soberanía y, luego, si te he visto no me acuerdo. Dicho de otra manera: la gestión política –no la administrativa- debe estar a cierta distancia del pueblo para que se genere una tensión que permita exigencia, claridad, etc. Los que siempre encuentran los despachos abiertos son los más poderosos, ojo, pues, con no pedir el asamblearismo y acabar favoreciendo la desigualdad. Y es que la democracia no es abstracta, sino concreta. O no es.
Pero la cosa se complica cuando ha crecido lo que denominaré el “umbral digital”. En este umbral, como en aquel de Lovecraft, también acechan monstruos. Al modelo binario plaza/palacio le ha surgido un oponente: las redes, el periodismo digital de baja estofa, las ruindades desaforadas que necesitan polarizar a la opinión pública para ganar publicidad, o likes, o lo que sea. No es que mientan. A veces mienten y a veces no. Lo nuevo es que tienen un funcionamiento constante que deshace cualquier distancia crítica y en su velocidad llevan la destrucción misma de la realidad. Entre la plaza y el palacio hay un universo de realidades paralelas o encontradas, sutiles o elegantes como un garrote vil. Necesariamente el modelo de mis artículos se desfasa. Menos mal que me divierten estos 40 minutos semanales que dedico a destripar esto y aquello. Siquiera sea como gimnasia mental ya me vale. No huiré a pantallitas traidoras.
Pero la cuestión, entonces, es cómo pasar de la teoría que explica esta nueva realidad a una práctica política coherente. Me temo que muchos políticos, de todo pelaje ideológico, viven más felices en ese tercer lugar, en ese umbral indefinido que corroe cualquier esperanza de serenar a la democracia. Pero también un pueblo que en su enfado se piensa crecientemente irresponsable; el pueblo que circula delante de la Señoría por ver a sus dirigentes, quizá para increparles o para ver la ejecución de Savonarola, pero que tampoco estaría feliz en las salas auténticas del palazzo, gobernando, haciendo, cambiado. Este asunto es la cuestión de la (in)felicidad de los políticos, algo que me preocupa cada vez más. Pero también es la cuestión de los cambios en la idea de representación: la velocidad, la suspicacia, la desconfianza, la nostalgia, actúan como una membrana que invisibiliza las acciones de las instituciones para la plaza y que ensombrece la presencia de la ciudadanía para las instituciones. E insisto en “instituciones” porque la pantalla comienza por quebrar la lógica institucional, el mundo ordenado sometido a leyes del que alguna vez habló Kant. El político está entonces más desnudo, pero no es más transparente: está más débil, asustado, a merced de cualquiera que tenga a bien adoptarle como chivo expiatorio. Bien es verdad que Kant también apeló a una “teoría general de la prudencia, y mire usted cómo estamos.
Esta mañana, mientras desayunaba, he escuchado una noticia sobre el terrible caso de los errores –por calificarlo de alguna manera- en el cribado de cánceres de mama en Andalucía. Se ha planteado una situación clásica: el Presidente andaluz no quiso, al principio, recibir a las representantes de las afectadas, que convocaron una manifestación; ahora Moreno Bonilla dice que su despacho está abierto, pero las asociadas responden que es demasiado tarde, que no desconvocan, claro. No es lo mismo pero algo parecido sucede con las asociaciones de afectados por la dana y el inefable Mazón. La tensión plaza-palacio sigue ahí, desmenuzando los principios democráticos de la legitimación. En otras épocas estas cosas, si había voluntad, se solucionaban con reuniones discretas –que los puristas de la transparencia criticarían- hasta hallar un punto intermedio -¿cuánta mediación plaza/palacio fue necesaria para sacar adelante la Transición?-. Ahora eso es casi imposible: el umbral digital interfiere, distorsiona las señales porque hay miles de mensajes cruzándose para demostrar que quien ceda es un cobarde, un renegado. Por supuesto, en todo esto planea una terrible confusión en algunos políticos y en sus asesores, siempre agazapados junto a una ventana, asomándose a la plaza, pero sin bajar como no sea en un meme. La confusión consiste en no entender que hay cosas en venta, pero otras no: solíamos llamarlas “dignidad”. La violencia simbólica latente hace que sea más difícil ahora introducir la dignidad como baza en los argumentos que constituyen la opinión pública, salvo si es hueca grandilocuencia de usar y tirar, dignidad kleenex. Así que las disputas se extienden. Sobre todo por parte de aquellos que nunca tendrán el coraje de “meterse en política” y que viven absolutamente felices jugando a las puertas del palacio, quizá azuzados desde dentro, pidiendo, sobre todo, bajadas de impuestos, justo antes de criticar los servicios públicos.
Hay que pelearse por todo. Esta semana, al parecer, perderé mi pedigrí izquierdista si no ataco al premiado por el Premio Planeta. ¡Dios mío!, ¿cuánto han tardado algunos en darse cuenta de que en esto hay trampa, que en el bar de Casablanca se juega? Pensar que ese Premio es cuestión de cultura es insólita sandez. Pero ¿por qué los mismos zaheridos no atacan con superior saña a los miembros del Jurado?, ¿cómo no se ríen sin parar de la pléyade de autores que se presentan, distraídos o ilusionados? ¡Buena gente con afición literaria es lo que nos sobra! Pero ¿y qué decir de la disputa entre la RAE y el Instituto Cervantes? Lo que nos faltaba. Ahora hay que posicionarse entre Directores. Mi natural simpatía iría hacia el del Cervantes, aunque no me entusiasme su obra. Pero, ¿acaso él no sabría parar por respeto a su institución y a la otra? Pues no, hala, todos a elegir, a memerizar el ambiente lingüístico. Me recuerda “Amanece que no es poco” cuando el cabo de la guardia civil reprende al ciudadano que plagia a Faulkner, con lo que aquí queremos a Faulkner, con lo que sufrimos por los adverbios o por el Diccionario Etimológico. (Sirva esto como homenaje al benemérito Sazatornil, en el centenario de su nacimiento… aunque ignoro su ideología). Pero, en fin, ese el patrón: imposible usar la ironía, absurdo invocar el encuentro y la cohesión como un fin legitimador de lo público.
Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Quizá seguir el consejo de Kavafis:
“Y si no puedes hacer tu vida como la quieres,
en esto esfuérzate al menos
cuanto puedas: no la envilezcas
en el contacto excesivo con la gente,
en demasiados trajines y conversaciones”.
Y eso vale tanto si está en la plaza como si estás en el palacio. Lea a Maquiavelo y no me tome a mí de ejemplo: hablo demasiado. O no. No sé.
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