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Opinión

Un país atónito

El fiscal general se sienta en el banquillo, el instructor del Tribunal Supremo procesa a tres agraciados de la trama de las mascarillas y el presidente valenciano dimite, tras un funeral de Estado convertido en escarmiento público

El país amanece entre juicios y dimisiones. El fiscal general se sienta en el banquillo, el instructor del Tribunal Supremo procesa a tres agraciados de la trama de las mascarillas y el presidente valenciano dimite, tras un funeral de Estado convertido en escarmiento público. Tres episodios —pandemia, DANA, revelación de secretos— de un mismo descrédito institucional.

El país asiste a un inédito desfile de responsabilidades: mientras el fiscal general elude toda autocrítica y se niega a declarar como lo haría cualquier acusado, el juez del Supremo propone juzgar a un exministro, a su antiguo colaborador y a un empresario arrepentido por presuntos sobornos ligados a la inmemorial pandemia. La corrupción apesta con el mismo aire de fatalidad con que nunca se fue.

Por primera vez en democracia, el jefe del Ministerio Público se enfrenta —sentado en el estrado, con sus galones— a un tribunal, acusado de vulnerar la confidencialidad de una causa. Cuarenta testigos, dos semanas de vista oral y un telón de fondo que trasciende lo penal: la sospecha de que la Fiscalía ha sido arrastrada al barro de la política.

Nadie gana en este proceso. Si es absuelto, persistirá la duda; si es condenado, la herida será irreparable. El Estado juzga a uno de sus guardianes y, al hacerlo, se juzga a sí mismo.

En este panorama, sólo uno ha tenido el coraje de reconocer sus faltas, esas que —como él mismo ha dicho— le acompañarán toda la vida. Presentó su dimisión tras el insólito funeral. Lo hace tarde, forzado por el ruido y reconociendo “errores propios”.

Aquella ceremonia, concebida para honrar el duelo por las víctimas de la riada, se transformó en un acto de repudio colectivo: gritos, reproches, una sociedad exhausta pidiendo decencia. Dimite, dice, para “no ser un obstáculo”, pero su renuncia compendia algo más: la distancia que separa a los gobernantes de la realidad que administran.

El país avanza entre procesiones cívicas y juicios morales. Cada gesto institucional acaba devorado por la desconfianza; cada disculpa suena a cálculo. No faltan leyes ni solemnidades: falta pudor, sobra relato. Cuando la justicia se convierte en espectáculo y el poder en coartada, lo que se erosiona no es una carrera ni una legislatura, sino la idea misma de responsabilidad.

Un país atónito: hoy busca justicia en el Supremo y decencia en Valencia. Y en ambos lugares, lo que se sienta en el banquillo es la verdad.

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