Con la gala para recaudar fondos que dedicó La 1 a los hambrientos del globo aprendí algunas cosas mientras deduje otras. Una. ¿Sería posible el luminoso espectáculo de no existir Operación Triunfo y, por ende, tanto artista criado en nuestros pechos a golpe de mensaje de móvil y llamada de teléfono? ¿Cómo sería una Gala FAO sin David Bisbal? ¿Cómo sería si Chenoa, Bustamente, Natalia, Hugo, o Lorena no tuvieran disco que vender y nos quedáramos sin sus solidarias promociones, por supuesto firmadas para que alcancen valores de mercado añadidos? Dos. El plató de ¡Mira quién baila! vale para un cha cha chá y para un negrito con mocos en la nariz. Tres. Anne Igartiburu es capaz de presentar un programa en directo desde las cuatro de la tarde hasta las tantas de la madrugada sin decir una sola vez, hola, corazones, o hasta mañana, corazones. Cuatro. Hay algo de obscenidad moral en estas galas que me repugna. Cinco. Lo mejor de la Gala, dosificado en píldoras de apenas unos segundos para que la realidad de los miserables no ensuciara la ficción solidaria, fueron las interrupciones de la gala con las imágenes de los agricultores de Burundi, de los harapientos de Etiopía, de los críos sonrientes y miserables de Sudán. Seis. ¿A qué cabeza se le ocurre que mola más dar paso al call center que al centro de llamadas? ¿Es que si Manolo Sarriá recibe una llamada en el call center se revestirá de una elegancia que el centro de llamadas le niega cuando dice, como lleva diciendo décadas, que la plaza está «abarrotá»? Siete. ¿Por qué hay tanto gilipollas suelto, en el call y en el center? ¿Se analizan las toneladas de idiotez vertidas a la atmósfera del idioma? Claro que sí, diría Bisbal, claro que sí.