En pocos años, Europa se ha convertido en el destino ansiado de miles de personas. Sin llegar a las cifras del siglo XVIII y XIX en América, cuando Estados Unidos pasó a ser tierra de promi­sión y oportunidades para los euro­peos, y después ya en el siglo pasado para muchos hispanoamerica­nos, Europa es en la actualidad un polo de atracción para una parte de la humanidad. Y dentro de Eu­ropa, ciertos países como Espa­ña han virado totalmente su carác­ter emigrante que lo caracterizaba por otro bien distinto, el de receptor de migraciones. Una inmigración que en el caso valenciano ha si­do muy intensa. De los 3,9 millo­nes de habitantes de 1999 se ha pasado a 4,8 ocho años más tarde. Y lo que es más llamativo: este incre­mento procede en su mayoría de la inmigración de cuatro zonas: Eu­ropa del Este, Centroamérica, norte de África y el África subsahariana. De estas zonas, una, Centroamérica, con claros lazos cultu­rales; otra, de vecindad, el norte de África; la tercera, con un origen político como ha sido la incorpora­ción de Bulgaria y Rumanía a la Unión Europea y, finalmente, las migraciones subsaharianas, como resultado del empobrecimiento so­cial, económico y democrático de una parte importante de nuestro planeta.

Pero detrás de cada cifra hay un ser humano, una familia, una mane­ra de enfrentarse a la vida y a la realidad. Como dice el escritor me­xicano Eduardo Barraza, director del Instituto Hispano de Asuntos Sociales en Arizona: «El inmigrante es un monumento en movimiento que pregona en silencio el legítimo derecho a la búsqueda de una vida mejor. Con su frágil efigie y su caminar por rutas clandestinas, el emigrante simboliza el palpitar de la necesidad humana.»

El inmigrante simboliza no pocos fracasos sociales. Sabe cuál es su objetivo, pero difícilmente cono­ce dónde lo podrá alcanzar ni en cuánto tiempo. No conoce si podrá regresar, aun cuando el principal deseo de todo emigrante es volver a reunirse con los suyos. El retorno o el reagrupamiento familiar figuran en un lugar destacado. De ahí que muchas de las políticas de las instituciones deben ir destinadas a conseguir esta meta: el retor­no.

Ser inmigrante nunca ha sido una decisión fácil. A veces, incluso se convierte en la última tabla de salvación para unas vidas con todo el futuro todavía por escribir. La suya, personal, y en la mayoría de los casos la de sus países o regio­nes de origen. Es importante por ello que, al dedicar un día del calendario internacional al emigra­nte, sepamos elevar a la categoría de valor social el éxodo que sufren todas estas personas.

La modificación de las distancias, la cercanía de los medios de comunicación y la necesidades laborales de muchos países han convertido las migraciones en movimien­tos permanentes de personas a las que hay que ofrecer respues­tas desde la integración. Integración temporal o definitiva, pero es necesario establecer mecanismos comunes de integración en unas sociedades cuyo humus son los de­rechos humanos, la igualdad hombre-mujer, la libertad espiritual y el derecho y respeto a los valores democráticos.

Por tanto, es preciso establecer políticas comunes tendentes a ordenar los flujos migratorios, a establecer las necesidades laborales y sociales que se generan y su control, a poner en práctica mecanismos de vigilancia de las fronteras -con un reparto de cargas equita­tivo para todos los Estados miem­bros de la UE-, sin olvidar la realización de acciones de cooperación al desarrollo en los países de origen de las personas inmigrantes.

La Comunitat Valenciana, según el último estudio presentado por Ceimigra, cuenta en la actualidad con un 16% de población extranjera. En una década, según es­te mismo informe, se puede alcanzar el 25%. Es una realidad muy cercana. La Generalitat ya se anticipó con políticas sociales activas a la llegada masiva de personas inmigrantes y también ha sabido adap­tar sus estructuras con tiempo suficiente a la generación de desequilibrios sociales.

La creación de la Conselleria de Inmigración y Ciudadanía ha signi­ficado un paso importante en cuanto a la importancia y trascendencia que el propio presidente Camps le da al fenómeno de la inmigración y a la necesaria integra­ción ciudadana en el seno de la sociedad valenciana. Una integración que no ha de pasar ni por la multiculturalidad ni por el asimilacionismo.

Es esta senda por la que discurren las acciones políticas que en materia de inmigración desarrolla el Gobierno valenciano, con el fin último de que las personas y familias inmigrantes dejen de sentirse y de ser vistos como extraños para pasar a sentirse y a ser considerados ciudadanos como cualquier otro, con los mismos derechos y obligaciones, para que se sientan, en suma, valencianos que han nacido fuera de la Comunitat Valenciana.

*Conseller de Inmigración y Ciudadanía.