Hay políticos que creen en al­go pese a intuir que es falso. No parecen hallar ninguna contradicción entre asumir los con­trasentidos que propagan y observar al mismo tiempo sus habitua­les conductas racionales. Quizás crean firmemente lo que dicen, llevados por la fogosidad de la pasión, que acaba por cegarles el (buen) juicio, obcecados en la defensa a ultranza de una causa. Uno está persuadido de que buena parte del argumentario que emite a diario Ricardo Costa es un rosario de sofismas y silogismos trucados aunque plagados de buenas intenciones. Es decir, la empresa que idolatra, la obra que edifica -el reino político del PP- le aboca al entusiasmo o la vehemen­cia y de ese pulso surgen los desatinos. La obscenidad o el cinis­mo quedan desterrados aquí. Sería impensable lo contrario: la distancia entre lo que dice Costa y la realidad -la de los datos, cifras y estadísticas- suele ser tan amplia que sus productos dialécticos sólo se explican desde la nobleza de ánimo. Queda marginada la voluntad de enredar o engañar a la opinión pública, pues el absurdo en el que se mecen en ocasiones sus opiniones descarta cualquier mezquindad. Ciertos argumentarios de Ricardo Costa parecen devolvernos a la niñez, al mundo ficticio de los Reyes Magos y esas cosas. Juegos de niños. En su último razonamiento, Costa sostiene que si en lugar de gastarse Zapatero mil millones en publicidad los hubiera destinado al AVE, los valencianos estaríamos a punto de ir a Madrid en alta velocidad. No dudo de que Costa cree lo que expresa, incluida la cifra millonaria, supongo que constrastada. Pero es un universo de fantasía, donde las obras de un tren se acaban en un minuto, tocadas por la varita mágica de Walt Disney, donde el tiempo real se ha esfumado, donde todo es mágico, elemental, fácil, infantil. De modo que es impo­sible contestar con un silogismo pa­recido: si el Consell no se hubiera gastado en tal cosa tanto, pues... No. Los argumentos de Costa desarman a cualquiera: acuden contra los números, contra la lógica, contra la razón. Hay que dejarlos vagar solos y solitarios en su universo dorado, en ese ámbito idealizado del que parecen despren­derse, como granos de perlas en un sueño (ahora) de Navidad. Al fin y al cabo, pertenecen a una quimera (legítima). Y a una ilusión.