Exceptuando al ex diputado autonómico del PP, Juan Marco Molines, que «está satisfecho de haber llegado a la meta» con la sentencia del Tribunal Supremo sobre el Teatro Romano de Sagunto, en el resto de los mortales predomina la perplejidad, por decir algo. A fin de cuentas, se trata de una sentencia de obligado, pero imposible cumplimiento. Demoler lo hecho, llámese restauración, rehabilitación o reconstrucción, hasta llegar a las «ruinas auténticas», a la «situación primitiva» o al «estado originario» es manifiesta y metafísicamente complicado. «Hay que dejarlo como estaba», dice la sentencia del Tribunal. Como estaba ¿cuándo?. Desde el punto de vista de las leyes realmente existentes puede que la sentencia, además de inapelable, sea impecable. Desde el punto de vista económico, sin embargo, es una ruina; desde el punto de vista cultural, una pérdida; desde el punto de vista social, por lo menos, una pérdida de tiempo; desde el punto de vista de Grassi y Portaceli, una putada. Siguiendo a Groucho Marx, y en apenas 17 años, podríamos decir que partimos de la nada, que nos costó un riñón, para llegar a la miseria, que nos costará una pasta gansa. Nuestro patrimonio cultural no necesita enemigos: ya va servido con los defensores y amigos.

- En toda la trifulca montada por el cardenal García-Gasco y sus colegas en Madrid hay algo verdaderamente sorprendente. Y no me refiero a las cosas que dijeron (a fin de cuentas, los valencianos no podemos sorprendernos por lo que dice y piensa el cardenal: semana sí, semana también, nos tiene ya acostumbrados); tampoco me refiero a las reacciones que han provocado sus declaraciones, inevitables por la virulencia de la agresión verbal de los eclesiásticos. Lo realmente sorprendente es el silencio de sus incondicionales de aquí. ¿Qué piensan los Francisco Camps, Rita Barberá o Juan Cotino de los ataques del cardenal, más allá de ese «respeto» genérico a la libertad de expresión y manifestación que tan bien usan los obispos contra quienes no piensan como ellos y del que todos los demás también disfrutamos? (Por otra parte, el cardenal, y sus colegas, es coherente con lo que piensa, pero no con lo que practica: ¿cómo se puede afirmar, por ejemplo, que el «laicismo radical puede llevar a la disolución de la democracia», desde su condición de príncipe de la Iglesia; o cómo alertar del retroceso en los Derechos Humanos desde una institución que ni los reconoce ni los practica en su seno?. En fin: da igual lo que digamos, por que no escuchan).