Tunguska. En este remoto lugar de Siberia se produjo el 30 de junio de 1908 la última gran colisión cósmica sufrida por la Tierra. Nada comparable con el meteorito que, presumiblemente, causó hace 65 millones de años la extinción que se llevó por delante a los dinosaurios, pero suficiente para devastar dos mil kilómetros cuadrados de taiga, o para que, de haber ocurrido con unas horas de diferencia, Moscú hubiese sido borrada del mapa, como reveló Arthur C. Clarke en su novela Cita con Rama.

Este año se cumple un siglo del fenómeno Tunguska, uno de los grandes enigmas que la ciencia sigue sin aclarar, y del que la mayor parte de la humanidad no se enteró a pesar de que en Siberia lo observaron millones de personas y muchas de ellas fueron tiradas al suelo por la onda expansiva. La Rusia de los zares no dio la menor importancia a lo ocurrido, pero cuando en 1927 llegó allí la primera expedición científica, encontró un escenario increíble, digno del fin del mundo: en un radio de hasta 100 kilómetros desde la zona cero, los gigantescos árboles de la taiga aparecieron derribados, con sus copas apuntando en dirección contraria al lugar del epicentro. Leonid Kulik, el jefe de la expedición, vivió asombrado por su hallazgo hasta el día de su muerte en un campo de concentración de la Alemania nazi en 1942, y sintetizó su primera impresión del descubrimiento con esta frase: «Los resultados de un somero examen superan el relato de los testigos y mis expectativas más ambiciosas».

Lo que él y sus compañeros vieron antes que nadie fue el lugar de impacto de un cuerpo celeste de unos 80 o 100 metros de diámetro, muy probablemente el fragmento de un cometa cuya temperatura estaba muy próxima a la del cero absoluto -0 grados Kelvin o -273 grados centígrados, como se prefiera- y estalló a unos ocho kilómetros de altitud. Muchos de los testigos presenciales, especialmente en la ciudad de Vanavara, recrearon la forma de hongo de la explosión, lo que décadas después abrió la puerta a hipótesis como la del choque de una nave extraterrestre, de la que no hay ninguna evidencia.

Pero, además de la lejanía del lugar, el principal quebradero de cabeza ha sido la búsqueda del cráter de impacto. En Arizona es famoso el Meteor Crater, y la mayoría de los impactos de asteroides conocidos están emparejados con sus respectivos cráteres, pero en Tunguska la búsqueda ha sido infructuosa durante un siglo. O quizá no, porque a punto de cumplirse el centenario del fenómeno, un grupo de investigadores de la universidad italiana de Bolonia, encabezado por Giuseppe Longo, ha propuesto que el cráter podría ser el lago Cheko, que se halla a unos ocho kilómetros del epicentro. Está por demostrar, pero el equipo italiano mantiene la hipótesis de que uno de los fragmentos del cometa abrió la cubeta que ahora ocupa el lago. Los científicos de Bolonia han estudiado la zona desde 1999 como pocos grupos de investigación, a excepción de algunos rusos, como el liderado por Andrei E. Zlobin, a quien se deben los datos más precisos sobre la trayectoria del cuerpo celeste, de los que disponemos actualmente.

Lo cierto es que, al cabo de un siglo, continuamos sin saber con exactitud qué y cómo chocó con la Tierra en Tunguska. De lo que no hay duda es de que el riesgo de las colisiones cósmicas es real, y un objeto como aquél bastaría para desintegrar una ciudad. Y no crean que el asteroide del fin del mundo tiene que ser un coloso, porque algunos de diez y doce kilómetros han sido responsables de extinciones planetarias a intervalos de millones de años.

(vaupi@epi.es)