Opinión | El trasluz

Una mirada de extrañeza

habíamos hecho lo humanamente posible por darle esquinazo, y quizá lo habíamos logrado, pues no había forma de saber si la Muerte seguía o no entre los pasajeros

Una imagen del Metro de Madrid.

Una imagen del Metro de Madrid. / Shutterstock

Me dormí en el metro unos segundos durante los que soñé que en nuestro vagón viajaba también la Muerte. La busqué al abrir los ojos, pero no di con ella, pues había logrado mimetizarse a la perfección con el resto de los pasajeros (y de las pasajeras, puto genérico). Descubrí no obstante varios candidatos (y candidatas) que desviaban la vista cuando se sentían observados por mí, pero solo uno de ellos podía ser la muerte y no había forma alguna de averiguarlo. Encontré sin embargo a su víctima, un hombre de unos cuarenta años, delgado y pálido que se aferraba a la barra de sujeción con una mano cuyos dedos evocaban los de la pata de un pájaro grande. Daba la impresión de hallarse al borde de un ataque de pánico. Me acerqué y le dije al oído que huyera cuando antes porque la Parca andaba cerca.

-Y creo que se ha fijado en ti- añadí.

El hombre asintió con un movimiento de cabeza, como si acabara de confirmarle una sospecha, y abandonó el vagón con la agilidad de un reptil en la siguiente parada. Detrás de él salió un señor gordito y bajo, con una cartera de piel marrón balanceándose en su mano derecha. Cuando se cerraron las puertas y el tren arrancó, el premuerto y yo cambiamos a través de la ventanilla una mirada de duda respecto del señor gordito y bajo. Finalmente, compuse un gesto de resignación como para significar que habíamos hecho lo humanamente posible por darle esquinazo, y quizá lo habíamos logrado, pues no había forma de saber si la Muerte seguía o no entre los pasajeros.

En esto, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo de color zanahoria, de la que había sospechado que podría ser la Parca, empezó a convulsionarse y cayó al suelo echando espuma por la boca. La gente hizo corro a su alrededor observándola espantada ante la agitación de sus extremidades. Enseguida se agachó junto a ella un sujeto que aseguró ser médico y que en un par de minutos certificó su fallecimiento. Al incorporarse, intercambié con él una mirada de extrañeza y en ese mismo instante averigüé quién era. Me bajé en Alonso Martínez cerciorándome de que no me seguía.

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