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La leyenda de sedna

En las noches inacabables, los inuit, forzados a convertirse en grandes narradores, crearon la historia de Sedna, la diosa del mar, que todavía hoy se cuenta en todo el Ártico, aunque hay tantas variaciones como familias, e incluso como personas.

La leyenda de sedna

Al principio Norteamérica era una tierra feliz, porque no había hombres. Llegaron caminando desde Asia, donde sí los había. El nivel del mar había descendido, y en lo que hoy es el estrecho de Bering existía un pasillo o puente de tierra llamado Beringia. Era un pasillo enorme, por el que también discurrían manadas de animales: bisontes, alces, mamuts, caribúes? Y los hombres iban tras ellos con sus lanzas de pedernal, siguiendo las huellas.

El paso de un continente a otro no se hizo de una vez, claro está, sino en el transcurso de numerosas generaciones. Algunas de aquellas bandas de cazadores se instalaron en lo que hoy es Canadá, o bien siguieron hacia el sur, rumbo a California y Nuevo México.

?Otros, en cambio, se quedaron a vivir en el desolado Ártico y en la tundra, enorme extensión que iba desde las islas Aleutianas hasta Groenlandia. Eran los inuit, «el pueblo», como prefieren llamarse a sí mismos, ya que el término «esquimal» se considera despectivo en ciertos lugares.

Sobrevivir en un medio tan riguroso exigía ingenio e inventiva.

Incluso durante el verano, cuando el sol brillaba las 24 horas del día, era una región inhóspita. El hielo se resquebrajaba y se partía, y las ballenas intentaban abrirse camino nadando entre los grandes bloques.

Tan pronto las avistaban, los inuit se embarcaban en los kayaks, botes abiertos y ligeros, hechos de cuero sobre un armazón de madera.

Entonaban canciones en las que apremiaban a las ballenas a dejarse cazar, y después de arponearlas y remolcarlas hasta la orilla les cortaban la cabeza, les ofrecían agua dulce y les pedían perdón:

„¡Gran ballena gris, apiádate de nosotros! Nuestros estómagos pasan mucha hambre, y solo tu carne suave y jugosa puede calmarla. ¡Gran ballena gris, si nuestros hijos no lloraran tanto no te habríamos lanzado nuestros arpones!

En la interminable oscuridad de mediados del invierno, la temperatura bajaba mucho. Las tormentas eran frecuentes, y los animales hibernaban o viajaban al sur. Los inuit permanecían en sus iglús, y se alimentaban de la carne almacenada durante el resto del año. La luz y el fuego se conseguían quemando aceite de foca o grasa de caribú en lámparas de esteatita.

En aquellas noches inacabables, los inuit, forzados a convertirse en grandes narradores, inventaron la historia de Sedna, la diosa del mar y de los animales marinos.

Y, como les aburría contarla siempre del mismo modo, continuamente introducían nuevos elementos y la cambiaban, porque en eso consiste la literatura, tanto oral como escrita.

Todavía hoy, la leyenda de cómo Sedna se convirtió en diosa del mar se cuenta en todo el Ártico, aunque hay tantas variaciones como familias, e incluso como personas.

La nuestra es como sigue.

Hubo una vez una joven llamada Sedna, que siempre estaba contenta y risueña. Vivía en el Ártico con sus padres, a quienes quería mucho. Como su padre era un cazador hábil y talentoso, mantenía con holgura a la familia. Sedna disponía de mucha comida y buenas pieles.

Le gustaba la comodidad del hogar familiar y no deseaba casarse. Muchos hombres la querían como esposa y pedían su mano. Pero Sedna los rechazaba a todos. Incluso cuando sus padres le advirtieron de que había llegado la edad de que contrajera matrimonio, se negó a seguir la tradición y a obedecerles.

„¿Para qué casarme, si tengo todo lo que quiero? -argumentaba.

Esa situación se mantuvo durante un tiempo, hasta que un desconocido se presentó. Habló con Sedna y le prometió comida en abundancia y todas las pieles que necesitara para hacerse mantas, camisas, pantalones, botas y abrigos. Sedna aceptó casarse con él, porque además le parecía un hombre muy guapo.

Tan pronto se convirtieron en marido y mujer, el desconocido la llevó a su isla. Allí le confesó que no era un hombre, sino un cuervo disfrazado. Se quitó la ropa, para que ella pudiese comprobar que era cierto, y le enseñó su casa, que era un nido en la pared vertical de un acantilado.

Por primera vez en su vida, Sedna se enfadó mucho. Pero se sentía atrapada y pensó que tenía que sacar el mejor partido de la situación.

Pronto descubrió, además, que su marido no era un buen cazador y que no podía proporcionarle ni la carne ni las pieles que le había prometido. Todo lo que el cuervo sabía hacer por ella era ofrecerle unos cuantos peces. Y Sedna empezó a cansarse de comer pescado cada día.

Vivieron en el acantilado durante un tiempo, rodeados de aves ruidosas. Cada mañana, los chirridos de las golondrinas de mar despertaban a Sedna. Y cada noche se dormía con los graznidos de las gaviotas.

Un día, el padre de Sedna atracó su kayak en la isla, para visitar a la pareja de recién casados. Al ver que ni siquiera tenían casa, se indignó.

„¿Cómo puedes consentir que mi hija viva a la intemperie, en un nido, y tenga que soportar el frío, como un cuervo? -le preguntó a su yerno-. Nos has mentido. Esto no es lo que le prometiste.

„Me enamoré de tu hija en cuanto la vi -replicó el falso hombre-. ¿Tenía yo que renunciar a su amor solo porque ella es una mujer y yo un cuervo?

„Pues, si eres un cuervo, morirás como tal -dijo el padre de Sedna.

Y, como era un gran cazador, le golpeó con un palo y lo mató en un instante.

Sedna y su padre embarcaron en el kayak y se pusieron a remar, rumbo a casa.

Pero, cuando las otras aves de la isla descubrieron lo que habían hecho, quisieron vengar la muerte del cuervo.

Alcanzaron el kayak, se colocaron sobre él y agitaron sus alas con fuerza. Aquella agitación provocó un gran viento y una gigantesca tormenta. Las olas rompieron contra la pequeña embarcación e hicieron que su control fuera imposible.

El padre de Sedna temía que la tormenta inundase el kayak, le diera la vuelta y acabase hundiéndolo en las aguas heladas. Presa del pánico, empujó a Sedna por la borda. Esperaba que ese acto calmase a las aves y que estas dejaran de agitar las aguas, pero no fue así y el aleteo continuó.

Sedna no podía entender que su padre la rechazara de ese modo. Como no quería morir, se aferró con todas sus fuerzas a un costado del kayak.

Por temor a que consiguiera subir, el padre le cortó cuatro dedos con un hacha, uno tras otro. Los dedos ensangrentados cayeron al agua, y de cada uno surgió un grupo de animales. Del meñique salieron los peces; del dedo corazón, las focas; del dedo medio, las morsas, y del dedo índice las ballenas y sus primos los cachalotes.

Incapaz de agarrarse a la embarcación solo con el pulgar, Sedna se hundió hasta el fondo del océano, donde se convirtió en diosa del mundo submarino y le creció una cola de pez. Quienes la han visto nadar, y aún viven algunos que lo han hecho, aseguran que se mueve como una sirena.

Sedna conserva un poder indiscutible sobre los animales marinos. Los inuit, que dependen de esos animales, intentan mantener una buena relación con ella. Por eso, para hacerla feliz, vierten agua dulce sobre todos los animales que han abatido.

Cuando los cazadores andan escasos de capturas es porque Sedna muestra su lado menos amable y se convierte en diosa de la venganza.

Entonces el mago o chamán del grupo se transforma a sí mismo en pez y nada con resolución hasta el fondo del océano.

Allí le desenreda el cabello cuidadosamente con un peine de marfil y le hace dos trenzas, lo que calma su enojo y vuelve a ponerla contenta, porque es como si volviese a ser una niña.

Quizá es precisamente porque perdió los dedos por lo que a Sedna le gusta tanto que alguien le cepille el cabello y le hagan trenzas.

Dicen los inuit que, cuando la reina del mundo submarino está contenta, libera a los animales de las profundidades, donde viven habitualmente, y consiente que se dejen cazar por los hombres.

En cuanto a los animales mismos, son tan generosos que al parecer no les importa sacrificarse y proporcionar comida, ropas y cobijo a los inuit, con tal de que estos sobrevivan al áspero y duro invierno.

Esa generosidad los coloca a veces al borde de la extinción, porque los hombres, que en el fondo son unos glotones, nunca tienen bastante.

(*) Con esta entrega, la octava, finaliza la serie literaria de Vicente Muñoz Puelles sobre leyendas marinas que hemos venido publicando desde finales de julio y a lo largo de todo el mes de agosto.

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