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El arte de leer y el oficio de escribir

El arte de leer y el oficio de escribir

Estas últimas semanas han coincidido en las librerías dos libros sobre el arte de leer, y quien dice arte dice acto, forma, manera, práctica, experiencia, vicio, y algunas cosas más dudosas. Sus autores son dos críticos impenitentes, voraces lectores, voraces críticos, inclementes, radicales, brillantes, y ambos hacen gala de un saludable y fino humor. Ambos han sido también profesores de universidad, si bien uno de ellos la abandonó inopinada e intempestivamente. Alfonso Berardinelli, prácticamente un desconocido del público lector español, y Terry Eagleton, éste sí bastante más conocido en España, del que recordamos algunos famosos títulos como El portero (su autobiografía), o los espléndidos ensayos Adiós a la teoría, y el reciente también Esperanza sin optimismo.

Empecemos de nuevo. ¿Hay grados en la crítica? ¿Se puede ser un crítico a medias, un crítico complaciente, un crítico insobornable, un crítico justo, un crítico injusto? ¿Debemos criticar sólo los libros que nos gustan, o sólo los que no nos gustan? No estoy seguro de las respuestas. Lo que sí sé, y ustedes también, es que hay críticos y críticos, críticos que leen los libros que critican y otros que no lo consideran tan necesario, y que unos lo son más y mejores que otros. Alfonso Berardinelli y Terry Eagleton se encuentran entre esos críticos sin contemplaciones, críticos a ultranza, críticos de vocación, críticos que leen, críticos, en una palabra, críticos.

Empecemos por el libro de Berardinelli, Leer es un riesgo, porque es muy probable que este inteligente libro de título tan sibilino pase desapercibido, no sólo del gran público, que como sabemos ya no existe más que en los estadios de fútbol, sino incluso a esas personas, cada vez menos numerosas, que todavía, incomprensiblemente, leen. Personas solitarias, aisladas, anónimas, anacrónicas por regla general, que no debemos confundir con las elites intelectuales, entre otras cosas porque las elites hoy en día son fundamental, profunda y orgullosamente analfabetas. Pero, ¿qué van a encontrar los pocos lectores, que a saber por qué perversión, hábito atávico o vicio inconfesable se sumerjan en las páginas de un libro con semejante título y un autor prácticamente desconocido? Se lo diré en una palabra: crítica. Van a encontrar crítica, crítica literaria por supuesto, pero también crítica social y crítica política, crítica de la educación y de la escuela, crítica de los medios de comunicación y de los artilugios tecnológicos tan deseados, ya hable de Umberto Eco, de Dante o de Pasolini, de internet y las redes sociales, del incierto futuro de los libros impresos, o del futuro todavía más incierto de la poesía. Pero si el título del libro puede resultar sibilino, el de los capítulos es en cambio de una claridad meridiana. Veamos algunos, que de paso nos ilustrarán también sobre el contenido del libro, que no es otra cosa que una compilación de textos procedentes de otros libros del autor o publicados en Il Foglio Quotidiano: «Yo ya no leo, soy digital»; «¿Defender la poesía o abandonarla a su suerte?»; «Carta a un joven que espera y teme convertirse en crítico literario»; «Odio Roma y la «Dolce Vita»»; «Francia ya no sabe escribir novelas»; «Consejos de Balzac a los homosexuales que quieren casarse a toda costa». Estos son algunos de los sabrosos asuntos de los que trata este libro. Hay muchos más, no menos suculentos.

«Las relaciones entre cultura y sociedad siempre son un misterio», nos dice Berardinelli. Yo creo en cambio que ya no lo son. Creo que sencillamente las relaciones entre cultura y sociedad, pura y simplemente ya no existen. Berardinelli propugna «la conversación intelectual practicada como juego de la verdad», (cuatro hermosas palabras en una sola frase). Berardinelli habla todavía de conciencia, de honestidad intelectual, de la falsa verdad en la que todo el mundo cree y la verdad verdadera en la que tanto nos cuesta creer. Su admiración sin reservas por Simone Weil, otra autora apenas leída hoy, es suficientemente ilustrativa de lo que piensa el autor sobre las relaciones de la ética con la política, dos palabras que parece que hayan llegado a ser antónimas. La ausencia de un sistema filosófico que sustente su pensamiento, nos dice Berardinelli, su mayor virtud en el fondo, se suele considerar en cambio su mayor defecto. Parece que nadie ha reparado todavía en que la ausencia de un sistema es también un sistema. (Hablamos de Simone Weil, pero vale también para Alfonso Berardinelli y para Terry Eagleton.)

Para Berardinelli la cultura literaria actual tiene muy poco en común con la del siglo xx. Tal vez se deba a que no es cultura y no es literaria, o al menos a lo que se entendía entonces por esas dos cosas. De la poesía actual dice algo que un suplemento literario no debería reproducir nunca, pero que vamos a arriesgarnos a reproducir, pues ilustra a la perfección su incisivo y combativo estilo crítico: «El noventa por ciento de la poesía contemporánea (no sólo la italiana) es, ante todo, estúpida; y lo es de forma evidente cuando se esfuerza en mostrar un pensamiento, puesto que un pensamiento estúpido es más ridículo que cualquier no-pensamiento» (de esto tenemos pruebas). A Berardinelli hay cosas y autores que le siguen gustando todavía, Dante, T.S. Eliot, Henry Miller, Elsa Morante, Pasolini, y otras no tanto o nada en absoluto: Umberto Eco, Brecht, Roma, o los libros electrónicos. (Con la excepción de Roma, en todo lo demás de acuerdo.)

Y ahora vayamos a Terry Eagleton. En Cómo leer literatura Eagleton nos habla de cómo los comienzos de una novela prefiguran ya la novela entera, y de cómo debemos leer literatura, nos habla también de la credibilidad de los personajes, de cómo distinguir su punto de vista del punto de vista del narrador, de cómo interpretar sus secuencias, su trama, su argumento, y cómo no debemos hacerlo, nos habla de los juicios de valor que la convierten en buena, mala, o, lo más a menudo, mediocre. Porque los valores son inestables en todas partes, incluso los que parecían más firmes e inconmovibles como los valores morales, cambian con el paso del tiempo. De manera que es muy probable que lo que se consideró un valor literario en una época determinada, hoy seguramente ya no lo sea, o sea un valor distinto, incluso hasta pudiera haberse convertido en un defecto. Valores como la estructura, la verosimilitud, la coherencia, el ritmo, la armonía, la moralidad, con los que tantas veces juzgamos las novelas, pueden convertirse en argumentos para salvar o condenar una obra indistintamente. Eagleton distingue también entre novela realista y novela moderna y sostiene que mientras que en la primera el lenguaje no es más que un instrumento, en la segunda es prácticamente el protagonista. Porque el lenguaje, en contra de lo que se supone, no sirve para expresar los sentimientos del autor (¿a quién le importan por lo demás?), sino para despertar los sentimientos del lector. Y por lo que se refiere a los personajes de una novela, piensa que han sufrido la misma pérdida de identidad que el hombre moderno. Es más, el hombre moderno y el personaje de una novela moderna se caracteriza precisamente por esa pérdida, o corrupción, de su identidad, que hace que no se reconozca en quien es, ni tampoco en quien no es. En resumen, un libro inteligente cuyas hilarantes metáforas y ejemplos, algo habitual en los libros de Terry Eagleton y uno de sus grandes atractivos también a mi juicio, hacen muy amena su lectura, a pesar de que a priori la crítica literaria no parezca un asunto demasiado divertido.

De Alfonso Berardinelli y de Terry Eagleton podría decirse lo mismo que el primero dijo de Henry Miller: «son sinceros y atrevidos, no tienen pelos académicos en la lengua, dicen lo que piensan casi antes de haberlo pensado, por instinto y porque creen en la Vida más que en la Literatura».

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