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La Pietà de Piqueras

Al padre necesitamos volver después de alejarnos de él, y a ello dedica su último poemario Juan Vicente Piqueras (Los Duques, Requena, 1960), premio Loewe, memoria de infancia campesina y hombre de mundo que ahora revisa de modo elegíaco la emoción de lo paterno y adulto

La Pietà de Piqueras

Estas palabras que empieza a leer el lector de reseñas acaso no sean una reseña, sino más bien la intersección entre un comentario sobre un libro de poemas y una semblanza de su autor. Quien las escribe no quiere ocultar ni su afecto personal ni su apego a una obra poética tan singular como la de Juan Vicente Piqueras.

Los conocedores de su poesía saben que las referencias campesinas son recurrentes en ella. Nicolás Gómez Dávila, el gran aforista colombiano, escribió: «El alma se le muere pronto a quien no tuvo infancia campesina». La rotundidad de esta y de toda sentencia resulta equívoca, desde luego. Dice algo tan cierto como falso si se la generaliza. Las infancias urbanas de igual manera pueden dar supervivencia a las almas. Sea como sea, la frase de Gómez Dávila apunta con nítida profundidad a la característica más conspicua de la persona que es Juan Vicente Piqueras: la de tener un alma más visible y audible de lo normal, como si un daimon inteligente y lleno de chispa lo habitara. Son privilegios de la gente carismática como él.

Pues bien, ese Piqueras es producto de una biografía campesina en la que hubo un guacho que maquinaba gamberradas en las calles sin asfalto de Los Duques (aldea de Requena) o aprendía a limpiar de piedras un majuelo. Ni el individuo ni el poeta tendrían el alma inmediatamente detectable que tienen sin la vida rural dentro de la cual se fueron diseñando, sin la familia de campesinos en cuyo seno se criaron. Él, tan cosmopolita (su trabajo en el Instituto Cervantes le ha llevado por media Europa hasta su destino actual, Argel), conserva el alma viva porque alguna vez, de zagal, podó una viña en su aldea.

Seguramente por tener muy claro aquello de que «en mi comienzo está mi fin» pudo Eliot decir además: «El destino de un hombre es su aldea». Parece como si Piqueras hubiera convertido este verso en lema de su vida. Aunque no sólo su vida se cimenta en y se orienta hacia la aldea de donde procede y de la que se va siempre para volver siempre; su poesía fluye empujada igualmente por idéntico destino. Así se justifica la entrada en sus versos de lo autobiográfico, que en su caso se manifiesta a menudo como observación de la propia familia. Pocos poetas actuales conozco tan obsesionados con este asunto, y pocos tan hábiles a la hora de extraer rendimiento lírico de él. La madre venía siendo una figura crucial en la elaboración de la textura sentimental y de la vibración atávica de su mundo. La hermana ha jugado el papel de cómplice o de testigo. Ahora le tocaba al padre ser escrutado a fondo por medio de la indagación realista y estremecida, y en algunos momentos alucinada, que desarrolla este nuevo libro.

Como mi conocimiento del psicoanálisis es muy de andar por casa, no quisiera meterme en honduras ni en simbolismos del inconsciente. No me moveré del lugar común si declaro que para un varón de psicología media la figura del padre posee una importancia diferente a la de la madre. Si ante la madre uno es perpetuamente niño a cualquier edad, ante la entidad paterna uno casi nunca es un niño del todo, sino una especie de ser en dinamismo, en marcha temprana y constante, pero jamás concluida, hacia la adultez. Con respecto a nuestro padre los varones nos parecemos a Telémaco, pues duramos sin remedio en un estado que no es ni el de infante ni el de hombre acabado por completo. De la madre no hay quien se desvincule. Al padre necesitamos volver -o volvemos sin darnos cuenta- después de haber necesitado alejarnos. Piqueras dice en un poema, y es cierto, que somos unos «ulises con minúscula», en retorno una vez superadas nuestras aventuras sin padre al lado. Lo mismo hizo Telémaco, Ulises minúsculo: salió de Ítaca en busca de noticias del padre y volvió para encontrarse allí con el mayúsculo Ulises.

El héroe griego se llamó a sí mismo Nadie. Por su parte, toda la poesía del requenense viene recorrida por esta acuciante interrogación: ¿quién soy? Aquí lo tenemos otra vez asediando ese castillo que tal vez sea inexpugnable. El flanco elegido en esta ocasión deja en claro que la identidad propia tiene puerta, por supuesto, a la ciudadela del padre. Muchos prefieren dejarla cerrada. Por ignorancia, por miedo, por desamor, por imposibilidad. Es otra la intención de Piqueras. Él busca abrirla sin saber muy bien si de ese modo entra o sale, si escapa o si regresa, si se perfila o si su contorno se desvanece.

Leyendo estos poemas uno se percata precisamente de que el encuentro o reencuentro con el padre ahora tiene lugar según las reglas marcadas por la desaparición. La inminencia de la pérdida y la pérdida efectiva de los padres mueve en los hijos muchos resortes de escrutinio. Al adulto maduro le hace comprender que los padres son en buena medida el pasado. El pasado, eso sí, que más nos constituyó. Los padres ocupan buena parte del tiempo en el que fuimos quienes íbamos a ser más tarde, cuando llegara el presente donde ellos ya dicen a lo sumo un papel de destacados actores secundarios. Su enfermedad, su vejez avanzada, con las secuelas de desmemoria y disolución adheridas, nos los devuelven a nuestro presente por su pasado: «Venimos del futuro. Vamos hacia el pasado». El efecto de esta operación es el que he señalado: la revisión emocional -y al mismo tiempo racional- de los lazos con nuestros padres.

Los poemas de los que estoy hablando levantan acta y hacen recapitulación en ese sentido. Se sitúan en la tesitura particular desde la que se recuerda al padre en trance de desdibujarse para sí mismo. Esta circunstancia produce en el hijo, porque socava fundamentos que reaparecen en su fragilidad, una perentoria necesidad de autoanálisis. El hijo dirige el foco hacia su propio ser, llevado de repente ante el gran peligro: «No digas que no me reconoces / porque entonces ni yo sabré quién soy». Al padre comienzan a borrársele los nombres, la sustancia de los sustantivos, y el hijo siente que deja él mismo de llamarse, y se duele de no ocupar su sitio en esa mente ya encogida. Sólo estamos enteros en las mentes enteras, sobre todo en las de los nuestros, en las de los más prójimos, sin cuya acogida nada o nadie seríamos.

En fin, yo conocí a Fermín Piqueras Cárcel, el protagonista principal de Padre. Era grande y fuerte, un buen prototipo de campesino. Pero su físico recio no ocultaba el carácter socarrón, de conversación que se mostraba salpicada del ingenio y la comicidad inherentes al habla de la comarca requenense. Lo evoco y enseguida me vienen a la cabeza su sabiduría telúrica («Un hombre que no siembra -decía- ¿qué hombre es?») y la idea de una noble inocencia a punto de caducar entre nosotros, la de las personas capaces, por ejemplo, de amar a los animales y matarlos después. Capacidad no culpable que también poseían madres y padres de tantos de nosotros. Había en eso una belleza moral vinculada a la dureza de la vida que hoy suena a incorrecta, qué le vamos a hacer.

Este libro, Padre -en el que el poeta Piqueras se nos propone de nuevo en sus mejores mimbres: contenido cuando prestidigita con las palabras, habilísimo en la cadencia emotiva, solemnemente sencillo-, es todo él una elegía conmovida y emocionante. Aunque sea verdad que el hijo es invento del padre y el padre invento del hijo, Juan Vicente Piqueras, por más que haya construido en su interior a Fermín Piqueras Cárcel, nos lo pone delante de una manera directa, narrativa, por medio de una invención no falsificadora de la que resulta una suerte de pietà inversa y masculina: el hijo sostiene al padre muerto, lo llora con lágrimas de dolor, de amor, de humor, y así le rinde un homenaje intenso pero exento de patetismos.

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