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Tres momentos

El primero de los tres fue en 1956, en su invierno. Acababa de conocer un servidor a María Zambrano recién llegada de Cuba. Nos hablábamos de usted aunque nos habíamos conocido el alma. Yo residía, becario, en la Casa Española de Santiago y Montserrat, en la Via Giulia, inaugurada por un Papa imperial un día en que Miguel de Cervantes estaba en Roma en el séquito de no recuerdo quién. Le había propuesto yo al Rector de la casa, Maximino Romero, recibir en ella a María. No había dificultad aunque la hubiera, que la había, en la Embajada, y hubo bronca. María y su hermana Araceli fueron recibidas una tarde de enero e introducidas en el salón de la planta baja donde estaba la televisión. No había nadie a esa hora de la tarde. María estaba más inquieta y alerta que nerviosa -sabía que estaba en España pues era suelo español por Concordato. Maximino Romero bajó a saludarla. Intercambiaron alguna palabras de cortesía cordial y conveniencia pero como de conocidos de antes, pues en efecto se sabían. Cuando se retiró Maximino, dijo María: «Es él, aquel joven que venía por libre a las clases de Ortega y se quedaba luego algo separado del grupo que se arracimaba en torno al maestro. Es él». Yo tenía veinticuatro años y la fortuna de ver esas cosas.

El segundo momento fue hacia 1982. Suárez había cesado en La Moncloa en favor de don Leopoldo Calvo-Sotelo y preparaba un partido llamado Centro Democrático y Social sabiendo que no podría sobrevivir tampoco ante el alud de una Derecha clásica, habitual, convencional€, en fin lo consabido. Y se celebraba el acto fundacional de tal Partido en Barcelona. Pero para no repetir Partido hacía falta un discurso no mollar, sino de calado para un futuro que él acertadamente quería adelantar. El gallego Castedo, abogado del Estado con quien tenía yo algún trato, por medio del periodista Abel Hernández me solicitó ayuda para el caso. Estaba un servidor entonces en la Casa de Estudio del Zambuch de Pedralba, pasando el verano entre Humanidades varias con un grupo de jóvenes que con el tiempo serían conocidos (Javier Zamora, Rafael Simancas, Juan Carlos Rodríguez€). Conque escribí el discurso. Para eso estamos, o sea para eso, estamos. La idea central de aquel discurso tiene vigencia aún, pues aquel discurso pretendía avanzar los tiempos y distinguir efectivamente entre la deducida socialdemocracia y una democracia social inducida superando el prejuicio social de que la gente ha de ser el tumulto clientelar de la antigua Roma o el séquito montaraz del señor feudal o la tromba revolucionaria. El individuo liberal en cambio está en el horizonte de una sociedad que no olvida su realidad social sino que la interpreta desde un punto de vista del individuo personal. Europa ha de llegar a lo social sincero y verdadero y pleno, no por deducción sino por personal visión y comprensión. Algún día. Como querían Reinhold Niebuhr, y los hombres del Frankfurter Hefte. Y María Zambrano. Y ahí estamos.

El tercer momento me sucedió en 2017, en Verona, en esa Italia tan bella como enrevesada del Dante. Pasé a saludar al principal poeta de aquellos lares únicos, cuya estatua plomiza y elevada se alza en la plazoleta adjunta a Piazza Erbe, con aquella figura de una mirada recogida y ensombrecida por el capucho franciscano del fugitivo de Roma. Nos dimos el ¡Hola! consabido, pues sabe de sobra que lo cito a menudo en su Vita nuova modo de vida que está todavía por llegar. «Qué te trae, Andreuccio» (con esta cariñosa variante me trata Boccaccio en sus Novelas). Y yo: «Te traigo una propuesta de cambio de un endecasílabo tuyo de la Divina Commedia. Está en el Paraíso. Lo necesitamos en la tierra de Asín Palacios, donde aprendiste de los árabes a circular por los tres círculos de aquel mundo venidero». Y él: «Si fuera en el Infierno no cabría cambio, pero en fin en el Cielo hay recursos». Y yo: «Se trata de Cataluña, allá donde escribiste L´avara povertà di Catalugna€», verso citado en la prensa estos días por ese gran corazón que se llama Raúl del Pozo. Y Él: «Es que tú no sabes lo que pasó con Génova€». Y yo: «Es igual. Hay un santo apodado de ´mercedario´ que vivió haciendo favores sin contrafavor, toda su vida. Más que social, más que barato: merced pura. No sabía más que dar, donar. Vendía cuerpo y alma propios por ganar persona ajena y dejarla libre. El endecasílabo dichoso podríamos sustituirlo por La rara humanita di Catalugna o bien por La senyera mercè di Catalugna o también por El merçedari to de Catalugna€ Y el alighieretto, con una leve sonrisa de mirada y un gesto infinitesimalmente perceptible de cabeza, va y me dice: «Comprendo la incomodidad de tu valenciano apellido y la de tu español pecho. Todo puede ser entre nosotros». Mientras, un gentío sereno y con aire veneciano como de carnaval repasaba los tenderetes de «todo a medio euro» en aquella ciudad que no se sabe si está en este mundo o en otro. Por cierto, yo estuve allá con motivo de un Congreso dedicado a María Zambrano como tema único. Se lo dije a Dante que me respondió que ya lo sabía y que habíamos salido como ella decía citándolo a él a riveder le stelle. Cosa que venía ahora a cuento.

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