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Suplemento

Es inútil esconderse

Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas pero secretas del siglo xx, narra su estancia voluntaria de mes y medio en el Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935

Es inútil esconderse

«´Tiene que buscarse un novio´, dijo el médico jefe ya en la primera charla. Le respondí rápido, sobria y objetiva: ´¿Debo echarme al cuello del mejor hombre que se me cruce por la calle? E ¡imagínese que es usted!´ Los dos nos reímos y no volvió a tocar el asunto. Sería interesante saber qué piensa en realidad sobre el amor la gente que hace preguntas de este tipo. ¿Lo ven de verdad como una medicina?»

Christine Lavant, después de un intento frustrado de suicidio, se internó voluntariamente seis semanas en un manicomio. Tenía entonces veinte años. «?Cuando pedí el ingreso aquí. ¿Qué esperaba? ¿Curarme? ¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida? Que podrían volverme hermosa, o al menos valiente y feliz. Claro que no lo creí ni un segundo, pero ¿adónde debía ir después de algo tan terrible y fallido?»

Once años más tarde de aquella experiencia, manicomio y suicidio van muchas veces juntos en indistinto orden, Christine Lavant decide escribirla y dejar constancia por escrito. Finalmente, el contenido de aquellas pocas páginas le parece tan privado, tan íntimo y desolador, que no las publica. El libro sólo aparecería póstumamente en 2001. Pero, ¿quién fue Christine Lavant, de la que no habíamos oído hablar hasta ahora? Pues ni más ni menos, leemos en la solapa del libro, que una de las mayores poetas austriacas del pasado siglo. Tecleamos Christine Lavant, y nos enteramos de que fue la novena hija de una familia de mineros, nacida en 1915 en San Esteban, en el valle de Lavant (Austria) y muerta en 1973 en Wolfberg, a los cincuenta y siete años a causa de un ictus. Se llamaba en realidad Christine Thonhauser, y se pasó la vida enferma (tuberculosis, neumonía, otitis, depresión). A raíz de la lectura de un libro de Rilke, que le regalaría uno de los innumerables médicos que la trató, empezó a escribir poesía, lo que alternaba con la costura y los trabajos domésticos, pues Christine Lavant siempre se consideró a sí misma una criada. Llevó una vida miserable, de una pobreza y privaciones extremas. «Mujer de profunda fe cristiana y arrebatos sacrílegos, ha sido comparada con Hildegarda de Bingen o Teresa de Ávila». ¿Qué más? Autodidacta, lectora de Goethe y de Hamsun, en los últimos años de su vida fue galardonada con los premios literarios más importantes de su país (premio Georg Trakl de poesía en 1964, premio Anton-Wildgans en 1964, premio estatal de literatura de Austria en 1970). Entre sus admiradores se cuentan Paul Celan, Ingeborg Bachmann o Thomas Bernhard, quien en 1988 (Lavant, recordemos, había muerto en 1973) publicará sus poemas póstumos y sus «dibujos del manicomio». Sus fotografías impresionan. El sufrimiento, la privación, la tristeza, el dolor profundo que expresa su rostro flaco y anguloso, sus ojos hundidos como simas, su mirada perdida en el infinito, son difíciles de olvidar.

Notas desde un manicomio es un libro devastador y bellísimo. Christine Lavant cuenta lo que vio, lo que oyó, lo que vivió durante el mes y medio de su internamiento voluntario. No, no confiaba en que le curaran, pero seis semanas quizá evitarían un confinamiento más largo, un confinamiento definitivo. Nadie escapa a su destino. Y ella sólo quiere escribir poesía, algo aparentemente inofensivo, como contesta al interrogatorio del médico intrigado por aquella obsesiva actividad de la interna. Está bien, que lo haga, cualquier ocupación es buena, pero a escondidas, para ella sola, que no se le ocurra leer sus poemas a una enfermera, y menos aún a un médico. Si lo hiciera, si cayera en la tentación de hacerlo, su poesía pasaría a engrosar su historial clínico y en adelante sería interpretada como un síntoma de su enfermedad. Fingir, mentir, inventarse amores, una madre cariñosa, una infancia feliz. Y luego un abandono, una pérdida, una muerte incluso. Una lógica en la vida. Sólo así podemos sobrevivir. Al odio. A la miseria. A la vergüenza. Al miedo. A la falta de lógica. Su mundo ahora se reduce a cuatro paredes, un baño, un comedor, una camisa de fuerza, las otras internas y sus obsesiones, tan distintas y a la vez tan parecidas a las suyas propias, sus manías, sus esperanzas. La Sin Nombre, la Reina, la Mujer del Comandante, la Crucificada, la Condesa, ¿cómo le llamaban a ella?, ¿la Poeta tal vez?, ¿o la simplemente la Loca? No lo sabemos. Pero también están las enfermeras, los médicos, las visitas, que le recuerdan que hay un mundo fuera, un mundo no menos hostil. Sabe que «mientras que aquí se me considere una invitada de paso y que yo misma me sienta como tal, no habré traspasado la última frontera». Pero uno debe de tener cuidado de dónde se mete. Las puertas se cierran cuando menos te lo esperas. Y entonces no hay vuelta atrás.

Notas desde un manicomio no es un alegato contra el manicomio. Ya pasó el tiempo de los alegatos, de las denuncias, de la resistencia, pasiva o activa. Tiempos heroicos de la antipsiquiatría. «Los locos a la calle.» «Todos estamos locos.» Al final fue el sacrosanto método científico el que se llevó el gato al agua. Y el método científico tiene poderosos aliados. La autora no pretende concienciar a nadie sobre la situación de los locos, sobre las injusticias y malentendidos de que fueron, y todavía hoy son, víctimas. Christine Lavant se limita a describir su experiencia, una experiencia a la vez onírica, una experiencia mística, sin necesidad de recurrir a la ficción, sin necesidad de recurrir a la imaginación. «La imaginación es, desde luego, preciosa, pero la mayoría de las veces la verdad es más importante.» Y escribe. Escribe a escondidas, consciente de estar haciendo algo ilícito. Escribe sobre las mujeres internas. Escribe sobre su desesperanzada esperanza. Escribe sobre el miedo a ser descubierta. A haberse vuelto loca sin haberse dado cuenta, «poco a poco voy llegando al convencimiento de que no estoy en mis cabales». Escribe para nosotros, para sus lectores futuros, con una prosa nítida, unas imágenes fulgurantes, unas frases sencillas, rotundas, inapelables. Escribe con temor y con temblor. Pero esta vez no escribe poesías. Escribe, por ejemplo: «la pobreza es una maestra excepcional en todas las materias, ¿por qué no también en el amor?» Escribe también: «La vida no es importante, sólo lo es la plenitud.»

En cierto modo el médico tenía razón. «Todos tienen algo de razón cuando se refieren a un amor desdichado, pues, ¿qué amor es más desgraciado que ese que nunca se requirió y nunca se probó?» Nunca olvidamos lo que no fue y pudo ser, como no olvidamos al que no fuimos y pudimos ser. La memoria nos acusa, y hay libros que nos duelen. Pero no por eso podemos dejar de leerlos. Es inútil esconderse. Eso sí, conviene no leerlos de un tirón. Mejor a sorbos, mejor a pequeños sorbos, como una medicina que cura a pequeñas dosis pero es letal si te la tomas toda de golpe. Libros en los que leemos frases tan difíciles de asumir como esta: «En realidad somos capaces de todo menos de reunir un grano de auténtico amor.» O como esta otra: «No amamos, bailamos como mariposas alrededor de la luz artificial.» Es inútil esconderse.

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