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El último mohicano

La mayor parte de mis convicciones son tan débiles y están sometidas a tantas modificaciones que más me valdría llamarlas sospechas. Pero la palabra sospecha no sólo es sospechosa, sino que carece de apostura intelectual, de vigor acústico, de prestigio histórico. Los puntos de vista que uno considera que deben ser defendidos con energía conviene que se enuncien con palabras acabadas en -ón, o en -eza, o en -umbre: certidumbre, certeza, convicción. Así, con ecos imperiales, con música de alta especulación filosófica.

Pero mis convicciones no son sino ocurrencias que se me han convertido en crónicas, comida preparada que se ha eternizado en mi nevera y que me produce cierto cargo de conciencia echar a la basura, porque enseguida se me aparecen imágenes de niños intelectualmente hambrientos al otro lado del mundo, en países sin tradición reflexiva. Suelo abroncar a mis hijos con prédicas bienintencionadas de este género: Sois una banda de desagradecidos, vosotros, que tenéis la suerte de tener un padre que ha llenado las estanterías con los pensadores griegos, y los idealistas alemanes, y el Círculo de Praga, y el Círculo de Lectores. Tendríais que pasar unos meses en una de esas casas en donde solo se lee a Tom Clancy y a Antonio Gala, mequetrefes. Y entonces mis criaturas me miran con una mezcla de estupor, compasión y arrepentimiento, que me reconforta en lo más hondo de mi espíritu, por haber impartido una elevada lección moral.

Si digo todo esto es porque una de mis más arraigadas convicciones es la de que el verano no representa una estación meteorológica, ni un merecido descanso laboral, ni un purgatorio de promiscuidades en familia, ni una ocasión para ejecutar alardes de cosmopolitismo chirle en las redes sociales. El verano es una disposición anímica, una inclinación del espíritu. Y como el espíritu es costumbrista -un censo de hábitos, de manías, de caprichos elevados al rango de abstracciones reputadas-, el verano se traduce también en el regreso de ciertas rutinas.

La modesta sensualidad de caminar descalzos y sentir que el suelo no es más que otra capa de piel que conduce a lo desconocido. El canto de la cigarra hasta altas horas de la noche, como una variedad popular de lo eterno. El yunque del sol, metafísico a su manera, sin la sutileza de las brumas, de la nieve, de los bosques inextricables. La idea de las vacaciones entendidas como la corroboración de que no hemos dejado de ser el niño que no hemos dejado de ser, a pesar de que el mundo se obstine en decir lo contrario. Las piscinas, azules en la hora de la siesta, engendradas para detener el tiempo, esa dimensión elástica.

Este es el último artículo de julio, el último del verano auténtico, hasta septiembre. Siempre que pienso en algo último me acuerdo de la película, y de Daniel Day-Lewis, corriendo sin parar, luchando contra los indios hurones. ¿Por qué correría tanto, a toda hora? ¿Por qué me pongo mohicano, habiendo tantas cosas últimas?

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