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Transgresión operística

Aún no se han acallado los ecos de la monumental pitada que provocó el estreno de La flauta mágica de Mozart en el Palau de les Arts, en presencia del ministro de Cultura y del conseller, para más inri. Es interesante constatar que en realidad hubo división de opiniones: mientras que los espectadores habituales del coliseo operístico estaban indignados (y, de hecho, algunos abandonaron la representación a la mitad), una presencia inusual de jóvenes, que se pusieron a aplaudir y a hacerse selfies con el fondo de los carteles reivindicativos sembrados por todo el coliseo, puso el contrapunto. Lo primero que a uno se le ocurre es que se trata de una nueva versión de la querella de los antiguos y de los modernos, un verdadero clásico de las representaciones dramáticas. Por ejemplo, hoy día vemos el teatro romántico -digamos el Tenorio de Zorrilla- como algo convencional. Sin embargo, el Hernani de Victor Hugo, la primera obra dramática del Romanticismo, se estrenó el 25 de febrero de 1830 en París en medio de un gran escándalo porque primaba los sentimientos y el amor pasional sobre el decoro y las conveniencias sociales. En aquella época, que Hernani, un bandido aragonés, pudiese ser preferido por Doña Sol frente al noble Don Carlos parecía una transgresión intolerable. No han faltado defensores del montaje del Palau de les Arts que se aferran a la tesis del carácter rupturista de la propuesta escénica de Graham Vick y de la necesidad de que la ópera, como cualquier género artístico, esté renovándose continuamente. También destacan que dicho montaje no ha sido algo exclusivo del coliseo valenciano, pues venía precedido de un estreno mundial en Macerata y de versiones igualmente rompedoras en Viena con un resultado igualmente escandaloso. Vamos, que no estamos solos en la transgresión.

La crítica del evento ya se hizo en Levante-EMV y muy acertadamente. Si lo traigo a colación es solo para reflexionar sobre lo que podemos hacer y lo que no, en València, con nuestro palacio de la ópera. Lo primero que tengo que decir es que la ópera, frente a otros géneros escénicos, se caracteriza por subsumir distintas artes en una, es un género total. De ahí la escasa importancia del libreto. En la ópera importan los cantantes, la música, la escenografía, la danza, los coros€, tan apenas el argumento. Si bien se mira, los argumentos operísticos cuando no son insoportablemente ñoños, son ridículos -hace poco asistíamos a la repentina conversión de la mala Turandot en buenísima sin razón aparente- o simplemente inverosímiles. Por eso, no creo que la ópera sea un género adecuado para convertirlo en vehículo de reclamaciones políticas y sociales. Cuando las entradas de patio cuestan más de cien euros parece un sarcasmo que alguien pueda pensar que por asistir está transgrediendo las normas sociales. Una ópera no es una manifestación, es un espectáculo artístico y, por los enormes gastos que acarrea, además un rito social. De ahí que las alusiones implícitas al espíritu del 15-M, pasadas por el tamiz de la tarjeta de crédito de la que tuvieron que echar mano los espectadores, parezcan bastante extravagantes. Salvando las distancias yo diría que una ópera es como una presentación fallera. Todo el mundo (casi) viste sus mejores galas y tan importantes son los actos como los entreactos, en los que se hace vida social. Así que la única democratización legítima de la ópera sería rebajar los precios, nunca degradar el contenido o el continente. Tenemos un impresionante Palacio de la Ópera y no nos podemos permitir malbaratarlo. Es habitual que se llene de aficionados extranjeros que consideran nuestra ciudad como una de las referencias europeas del género, miembro de un club selecto. Lo cual resulta elitista, por supuesto, pero, francamente, vivir en una urbe que pertenece a la élite cultural europea es un paso para recuperar la València áurea del siglo XV, un objetivo que merece la pena. ¿O no?

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