Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Homo celularis

El Kraken (sobre la voz alemana Krake, «pulpo»), que aparece descrito con otros nombres (lyngbar, hafgufa) en las sagas nórdicas, era un monstruo con forma de pulpo o calamar gigante al que se consideraba capaz de hundir barcos y de devorar tripulaciones. No es simplemente una fantasía medieval más o menos simbólica, al estilo de los dragones, grifos o basiliscos de los Bestiarios. El siglo XVIII, tan racional como es, le dio carta de naturaleza cuando Linneo lo incluyó en su Systema naturae (1735) bajo la denominación de Microcosmus y el obispo de Bergen, Erik Pontoppidan, lo describió en su Historia natural de Noruega como una especie de isla flotante animada que tendría dos kilómetros y medio de longitud. Salvando las exageraciones, hay una base científica para el Kraken, seguramente un calamar gigante como los que viven en profundidades marinas abisales y no suelen avistarse casi nunca porque no emergen a la superficie. Los niños de mi época, que vivíamos las aventuras del Capitán Trueno, como los de ahora alternan con los superhéroes de Marvel sin inmutarse, recordamos un célebre episodio de este tebeo en el que un pulpo gigante se traga el barco en el que viajaban los raptores de su amada Sigrid, aunque Trueno logre salvarla en el último momento, como era de esperar. Vamos, que entonces no teníamos cracks, pero sí kraken.

Y es que los límites entre la ficción y la realidad no están nada claros porque, como dijo Darwin, «nos detuvimos en busca de monstruos debajo de la cama cuando nos dimos cuenta de que estaban dentro de nosotros». La evolución nos ha proporcionado bichos tan monstruosos, para los patrones admitidos por nuestra percepción habitual, como el ornitorrinco, el carpincho o el escarabajo pelotero, entre muchos otros, y echando la vista atrás aún nos encontramos mayor variedad. Sin embargo, aunque feos, siempre se mantienen fieles a una ley básica evolutiva que es la de la simetría. No hay bichos con la pata izquierda corta y la derecha larga, ni con una oreja grande y otra pequeña. Por eso pienso que va siendo urgente convocar un congreso de Biología para examinar detenidamente la nueva especie que ha surgido de repente: el Homo celularis. Esta especie parece un desarrollo evolutivo de la nuestra, lo cual resulta de lo más inquietante. Se caracteriza porque las falanges de la mano derecha (a veces las de la izquierda) han desarrollado una extensión paralelipédica que no aparece en la otra mano. Esta especie de placa ha llegado a ser el órgano sensitivo principal del animal. Es sabido que el olfato, el oído y la vista no parecen servirles de nada a perros y gatos, que mueren atropellados en las carreteras cada día porque no se han adaptado a la civilización. Pues bien, los homines celulares tampoco se enteran, circulan por las aceras absorbidos en la comtemplación de su prótesis diestra sin preocuparles si te arrollan o si son, ellos y ellas, los arrollados. En el metro, en un paso de peatones, en la consulta del dentista, en el restaurante, en un museo, da lo mismo: seguirán mirando el extremo de su mano con atención concentrada y cara vacua, aunque estalle una revolución o haya un maremoto. Pero la evolución no se detiene: a una subespecie de los anteriores les han crecido además unos apósitos duros en los oídos, los cuales enlazan mediante una especie de cordón umbilical con la prótesis asimétrica. Parece una acomodación a un entorno todavía más duro porque el efecto de dicha extensión es que ya no solo no te ven, sino que tampoco te oyen, empiezan a parecerse a este bicho autista que preocupaba a los escandinavos, el Kraken. Solo que los homines celulares no son una rareza, cada vez hay más y están ocupando ostentosamente nuestro mundo. Es una emergencia: o la sociedad de los humanos reacciona o su fin resulta inevitable. Ya se sabe que las especies acaban extinguiéndose. RIP.

Compartir el artículo

stats