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Cómic

Superhumanidad

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Hoy parece claro que el género superheroico es territorio de dominio audiovisual. El éxito planetario de la última película de los Vengadores, cierre de un primer ciclo de lo que se ha venido en llamar el «Universo Cinematográfico Marvel», es la constatación en forma de fenómeno arrasador de récords de taquilla de un trasvase entre medios, que se inició hace un par de décadas realmente con los X-Men de Bryan Singer. En 1938, los jóvenes Siegel y Shuster desarrollaron una novedosa idea de la hábil hibridación del héroe poderoso del pulp y la ciencia-ficción: el superhéroe, que se consolidó como el primer género propio de los cómics, estableciendo unas reglas propias que se alejaban de los cánones del monomito campbelliano. Ocho décadas después, el modelo Marvel de Stan Lee se ha impuesto como referente de una industria que ha desarrollado y traspasado las ideas de transmedialidad e intermedialidad con un éxito indiscutible. La humanización del héroe que impuso el editor ha llevado a abrazar con efusividad el sacrificio heroico como único referente de evolución de los personajes (hasta el empacho, todo sea dicho), aunque casi siempre sin la complejidad y matices de la aportación fundacional de Frank Miller en Daredevil Born Again, pero con posibles vías de escape hacia una realidad autoconsciente de su naturaleza de ficción popular, como demostró Alan Moore desde diferentes perspectivas, desde la omnipresente e imposible inserción en la realidad de Watchmen a la sugerente mirada retrospectiva del Universo ABC. Sin olvidar, por supuesto, cómo el género ha conectado con la actualidad para adelantarse a una sociedad dominada por los «like» como predijeron Milligan y Allred en X-Statix.

Pero en ese camino de cambio, es imposible olvidar que los cómics han sido el territorio de experimentación narrativa y progresión del género, alejados durante mucho tiempo de unos condicionantes de marketing que son hoy, por desgracia, pesadas losas para la evolución del concepto superheroico y sus historias. Ejemplo perfecto de ese laboratorio de pruebas constante que fue el género fue la trayectoria del guionista Chris Claremont al frente de las series de mutantes, con La Patrulla X al frente. Una variante nacida en los 60 como reflejo del rito de paso de la adolescencia que sirve como metáfora -quizás simplista, pero efectiva- del miedo a lo diferente, de la persecución de las minorías, pero que el guionista británico trasladó hacia el folletín coral en el que el dilema moral del poder era sustituido por una tupida red de relaciones personales entre personajes en los que los superpoderes eran un simple aglutinante. Acompañado de dibujantes como John Byrne o Bill Sienkiewicz, consiguió un éxito sin precedentes y que los mutantes se convertirían en el gran éxito de Marvel a mediados de los 70 y primeros 80. Más que nunca, el género demostraba su potencial metafórico y los superhéroes eran una forma de exploración de la naturaleza humana y la sociedad, igual que hoy la fantasía televisiva lo hace a través de «Juego de Tronos».

Pero los casi sesenta años de continuidad, giros y piruetas han generado una tradición hermética a la que es difícil acceder. Afortunadamente, Ed Piskor ha plasmado en los dos volúmenes de La gran novela de la Patrulla X un inusual recorrido por la trayectoria de los mutantes que revela precisamente la profunda conexión del género con la historia y sociedad americana. El título original alude a un «gran diseño» casi demiúrgico que permite comprender mejor la naturaleza de un fenómeno que define como pocos la cultura de ese país, manifestando la concepción casi familiar del género que aportó Stan Lee y que posteriormente desarrollaron autores como Claremont, que entronca con decisión con una idea fundamental, casi utópica, de la personalidad creativa del país: la ansiada «gran novela americana».

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