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República de Weimar, encrucijada de un siglo

República de Weimar, encrucijada de un siglo

Weimar es el epicentro de eso que se ha dado en llamar «el caso alemán», la contradicción insalvable entre una nación que consigue altas cotas en lo más elevadas de lo humano, desde lo intelectual a lo técnico, y se abisma en la deshumanización hasta dejar un huella indeleble en la historia de la atrocidad de nuestro género. En torno a Weimar puede trazarse la topografía de lo que Jorge Semprún identificó como el «opuesto antinómico», el choque entre el lugar que preserva lo que sería la esencia del espíritu alemán y, a escasos kilómetros, el campo de Buchenwald, donde el escritor y hombre de acción política sobrevivió a dos años de cautiverio. Durante algo más de una década, la República de Weimar fue un tiempo promisorio, feliz incluso en sus mejores momentos, que al final se decantó por la peor de las salidas.

Huyendo del agitado Berlín, los encargados de redactar la Carta Magna de la nueva república buscaron refugio en Weimar, al amparo de Goethe y de todo aquello que se identifica como su gran orgullo cultural. En ese escenario se promulgó el 14 de agosto de 1919 la Constitución Imperial (en el propio nombre estaba su condena), que pretendía ser la norma básica del tiempo nuevo. La cercanía de ese centenario propicia, como toda gran aniversario, una eclosión editorial que permite acercarse a aquel momento desde perspectivas muy variadas.

La visión más integradora de conjunto es la que, con un subtítulo muy expresivo, el historiador Eric D. Weitz presenta en La Alemania de Weimar (Presagio y tragedia). En una edición renovada y ampliada para este centenario, Weitz refleja el panorama de un «período conflictivo, bronco, dinámico y difícil». Engarza el acontecer de la política con la deriva económica y refleja la frustración de unas expectativas de cambio que no llegaron a materializarse. Aquella república «se había quedado a medio camino en una transformación que, si bien sirvió para democratizar el país, en lo sustancial no alteró el antiguo orden social establecido, con la consiguiente falta de consenso e interminables controversias». Al final «€ su caída se debió a una conjunción de fuerzas de la derecha tradicional, hostil al régimen desde el primer momento, de la extrema derecha, de nuevo cuño. La derecha -empresarios, nobles, funcionarios gubernamentales y oficiales del Ejército- era poderosa y ocupaba puestos clave. Sin olvidar que también los comunistas trataron de enterrar la República, los peligros graves siempre los planteó la derecha», sostiene el autor de La Alemania de Weimar.

Desde una visión marxista, aunque distante del determinismo que los ortodoxos impusieron en esa forma de interpretación de la historia, el filósofo Ernest Bloch reflexiona casi a la par que los acontecimientos. Una parte de esos escritos, resultado muchos de ellos de su trabajo periodístico, llegan ahora recopilados en Herencia de esta época. Como refleja Miguel Salmerón en su introducción, Bloch reprocha a la izquierda de Weimar una visión «mecanicista y economicista que se reveló fallida», pero que contribuyó a que lo que podía haber sido un cambio revolucionario derivase en última instancia en la irrupción del nazismo.

En Tiempo de magos (La gran década de la filosofía, 1919-1929), Wolfram Eilenberger cruza las biografías y el pensar de Benjamin, Wittgenstein, Heidegger y Cassirer. El ensayista encuentra un nexo común entre los cuatro en «el desafío» al que se enfrentaron: «tenían que fundamentar un proyecto de vida para ellos mismos y su generación que se hallase fuera del encuadre del destino y carácter. En primer lugar, esto suponía, en el plano de lo concreto, de lo biográfico, atreverse a huir de las estructuras hasta entonces imperantes (familia, religión, nación, capitalismo). Y, en segundo lugar, implicaba encontrar un modelo de existencia que permitiera asimilar la intensidad de la experiencia bélica e integrarla en el orden del pensamiento y de la existencia cotidiana». Eilenberger teje vidas y filosofía en un libro que permite acercarse a formas de pensamiento desalentadoras por su complejidad.

Ajeno al horror del futuro, el tiempo de Weimar tuvo incluso momentos de enorme alegría social, períodos breves en los que cierto alivio económico, junto con otros factores, como la implantación de la jornada de ocho horas, la irrupción del capitalismo basado en el consumo, hicieron de Berlín una urbe magnética y brillante, que desplazaba incluso a la gran Viena encogida por la caída del Imperio Austrohúngaro. De ello habla Francisco Uzcanga Meinecke en El Café sobre el volcán. Esta «crónica del Berlín de entreguerras» tiene como escenario el Romanisches Café, lugar de cita del artisteo, la intelectualidad y de todo el que era alguien en aquel bullir berlinés. De todo ello da cuenta Uzcanga Meinecke con mucho conocimiento y buena prosa. En el Romanisches Café discurren algunas escenas de La chica de la seda artificial, una de las novelas de Irmgard Keun muy representativas de lo que entonces dio en llamarse «literatura del asfalto», relato de la vida moderna y la nueva mujer. La obra de la que fuera una escritora de éxito en el tiempo de Weimar se edita ahora en España. Keun fue además compañera de otro habitual del «café sobre el volcán», Joseph Roth, quizá el mejor cronista de ese momento. Su empeño fue captar el «rostro de la época».

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