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Que viene el Cid

Pérez-Reverte mezcla historia, leyenda e imaginación en «Sidi»

Que viene el Cid

Sin rey. Sin patria. Sin sueños de gloria. Con hambre. La épica nace de la supervivencia: un grupo de hombres en un tiempo salvaje al mando de un hombre que no sabía que terminaría esculpido en la nómina de los mitos. Arturo Pérez-Reverte mezcla historia, leyenda e imaginación en Sidi, relato de aventuras y melancolía forjado a la manera de un western ibérico donde las cabalgadas se suman a las reflexiones a pie de tierra y los héroes son resistentes cansados en estampas (que no estampitas) de destierro, desengaño y cautivos. Sentimientos cautivos, destinos cautivos. Cautivos pero aún no desalmados. El primero de los cantares de este Cid de sonrisa cansada y madera (o acero) de líder, se mueve por una «España incierta de confines inestables», habitada por gentes que «unas veces combatían entre ellos, cambiando los bandos según soplaba el viento, y otras lo hacían contra los reinos de los moros, lo que no excluía alianzas con estos últimos para, a su vez, combatir o debilitar a otros reinos o condados cristianos». Una España de pactos rotos, alianzas espúreas y profesionales que «conocen su oficio y se ganan la paga». Aventureros en parte, en parte mesnada unida a su jefe desterrado de Castilla por lugar y familia. Disciplina ante todo, pero sin llevar a los hombres al límite. Respeto al prestigio del guerrero, pero también esperanzas de botín. Una advertencia previa: «Las leyendas solo sobreviven vistas de lejos».

Mejor no dar la espalda. No hablar mucho. Y dejar que el misterio proteja su nombre. Humilde infanzón castellano, no sólo había tenido la osadía de pedir juramento a un rey, también combatía desde los quince años y su espada estaba cubierta por la sangre de enemigos temibles. Siempre invicto. Dueño del campo. Campeador. Amado, envidiado. Odiado. Temido: «Que me odien, pero que me teman». Grabado en su escudo para no dejar lugar a la duda. Pérez-Reverte recrea escenas con aroma de leyenda popular e imagina otras que merodean por las orillas de la historia siguiendo el cauce (turbulento a veces, manso otras) de una odisea colectiva y singular en los espacios encorajinados de la frontera. La frontera como barrera física y también interior. Íntima. Un desgarro que convive con colonos, exploradores, tropa de acero y decisiones de sangre. Enemigos dignos merecen una muerte digna. Tiempo, distancia y memoria se agolpan en las noches de Ruy Díaz, consciente de las claves de su trabajo: pensar y prevenir. Buen táctico, magnífico estratega. Pérez-Reverte se esmera en la descripción minuciosa de los combates y guía a su protagonista por caminos polvorientos donde el honor y el horror cabalgan juntos. Cabezas cortadas como ganancia de respeto y huestes sin señor en busca de uno. Doscientas lanzas errantes en noches de insomnio en las que fantasmas y aprensiones juegan a los dados a la vista del azar y el diablo. ¿O tal vez un Dios con extraño sentido del humor? Este Cid de lealtad inquebrantable a su Rey, inteligente en la esgrima verbal con moros de seda fina e implacable con los de acero destemplado, sabe cómo moverse entre halcones y palomas y se encuentra a gusto rodeado de sus fieles guerreros, profesionales ante todo que saben que morir va a en el oficio. A veces, bajo la lluvia. Asedios, escaramuzas, huidas, cargas a tumba abierta, enfrentamientos sin tregua (sobre todo con conde de Barcelona, qué miserable) jalonan la cabalgada literaria junto a un personaje que seguramente tendría muchas cosas de qué hablar con un tal Alatriste o un tal Falcó. Al lector no le queda otra que seguir los consejos del Campeador: «Dos palabras. Roncas y secas: en marcha».

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