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Anna Karina, las cenizas de mayo

Acaba de morir Anna Karina, una de las más reconocidas musas del cine de Jean-Luc Godard. Hizo siete películas con el más original, revolucionario y provocador representante de la nouvelle vague, el maremoto creativo que cambió el cine desde finales de los cincuenta hasta entrados los setenta. Yo la recuerdo especialmente por sus emblemáticas apariciones en Vivre sa vie (1962), Le petit soldat (1963) y Pierrot le Fou (1965), películas que devoré en el París estival de 1972 y 1974 como asiduo cliente de la Cinemathèque française. Los rescoldos de la rebelión estudiantil de Mayo del 68 aún se percibían en las oscuras furgonetas de las Compagnies Républicaines de Sécurité permanentemente aparcadas en lugares estratégicos del Quartier Latin. Todavía no eran Les cendres de maig, como diría Ernest Garcia.

No solo vi en el París de la época películas de Godard, también de Truffaut, Fellini, Orson Welles, Bertolucci y muchos más, como la Viridiana de Luis Buñuel, que estaba prohibida pese a haber representado a España en el Festival de Cannes de 1961, en el que obtuvo la Palma de Oro. O L'espoir (1939), de André Malraux, sobre la Guerra Civil, también prohibida en España. Un artículo singularmente crítico en L'Osservatore Romano, órgano oficial del Vaticano, hizo que el régimen de Franco prohibiera Viridiana. Tiempos oscuros de nacionalcatolicismo, del dictador bajo palio, que cabe esperar no vuelvan nunca. En cuanto a Godard, sus películas estaban prohibidas o al menos eran difíciles de ver en España.

Me despertó el interés por este director un interesante libro de Susan Sontag, Contra la interpretación y otros ensayos (Seix Barral, 1969). Era una brisa renovadora sobre la visión de la literatura y el arte: «La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa. En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte», escribía Susan Sontag. Había artículos sobre Ionesco, Lukáks, Camus, Sartre y otros creadores, así como uno muy precursor titulado Notas sobre lo camp. El dedicado a Godard era sobre Vivre sa vie y hacía un lúcido análisis del cine del autor francosuizo, de quien decía que era «el primer director que enfrenta decididamente el hecho de que, para poder trabajar seriamente con ideas, uno debe crear un nuevo lenguaje cinematográfico para expresarlas».

Con Anna Karina se va el rostro más característico de mis recuerdos de juventud asociados al cine de Godard en un París en el que se respiraba una libertad que aquí estaba secuestrada. Una ciudad deslumbrante con los monumentos renovados gracias a la política de Malraux de limpieza de fachadas y en la que los cines iniciaban la batalla contra la creciente amenaza de la televisión con un rótulo visible junto a todas las taquillas: «Qui aime la vie va au cinema».

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