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El primer hombre que

A menudo me sorprendo haciéndome estas preguntas (tan de andar por casa en zapatillas), mitad filosóficas, mitad esotéricas: ¿quién sería el primer hombre que hizo tal cosa, qué se le pasaría por la cabeza para llevarla a cabo, qué sintió inmediatamente después de haberla hecho, a quién se lo contó, si es que se lo contó a alguien?

Mis tribulaciones espirituales, por lo común, pertenecen al universo terrenal. Espero que no haya una gran contradicción en el enunciado que acabo de escribir. Lo espiritual lo asocio al ámbito de la inteligencia, de la conciencia, y esas dos facultades son atributos del cuerpo, que siempre está pegado a la tierra, por mucho que se empeñe en volar o en olvidarse de sí mismo. No me parece desacertado considerar que el alma es una víscera más, un músculo refinado por nuestro manejo del lenguaje.

¿Quién sería el primer hombre que subió una montaña inmensa, una montaña que no estuviese en su camino, una montaña a la que tuviese que dirigirse para más tarde decir a sus conocidos que había escalado una montaña? De todas esas cosas hace sin duda mucho tiempo, y no podemos constatar que mis hipótesis sean ciertas, pero el acto de realizar conjeturas resulta consolador y satisfactorio, porque parece volvernos muy humanos, acercarnos al corazón y la mente de los desconocidos. Me figuro que ese fundacional escalador gratuito debió de sentirse bastante idiota y desorientado al vivaquear la primera noche en mitad de la nada, bajo las estrellas, y preguntarse a sí mismo el clásico intemporal de ¿qué cojones estoy haciendo aquí? Pero lo cierto, aunque él no lo supiese, es que estaba dando origen a una actividad que muchos siglos después algunos llamarían alpinismo, o andinismo, según las escuelas que definan esa monomanía de subir montañas por el placer de subirlas.

Todas las Navidades me pregunto quién sería el primer gastronauta que se comió un langostino, con esos bigotes amenazadores y esos ojillos bizcos de mal agüero. Y quién sería el primer hombre que se comió una ostra, o una almeja, o un mejillón. Los bivalvos me dan mucho que pensar: para atreverse con ellos sin información previa hay que ser un aventurero formidable.

¿Quién sería el primer hombre que compuso un poema de amor, el primero de verdad, el padre de todos los vates que en el mundo han sido, el protoabuelo de toda la lírica habida y por haber? No podemos saberlo, claro; debió ser un poema oral que memorizó, porque sabemos que los textos escritos son siempre posteriores. ¿Fue un poema de celebración de su enamoramiento, o de llanto por no ser correspondido? ¿La amada llegó a conocerlo o no tuvo ni la más remota idea de que ella había sido la inspiradora de un gran género literario? ¿El cantor desaforado obtuvo los favores físicos de la bella enigmática, o, por el contrario, se vio empujado hasta el fin de sus días a habitar en una gélida aldea de onanismo culpable?

Pienso en mis pioneros como grandes héroes anónimos, cada cual con su gesta. Me habría gustado estar allí, para ser el primer cronista.

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