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Alcachofas cubistas

Cuando me preguntan qué es un poeta -una curiosa variedad de lo humano que no suele tener una única definición- me viene siempre a la cabeza algo semejante a esto: un escritor que sabe ver en cada cosa un milagro de la realidad, un observador que intenta conceder a lo minúsculo su grandeza, un cantor que eleva a la condición de joya todo aquello que pasa desapercibido para el común de sus conciudadanos. Algo así.

No sólo creo que cada minucia es materia digna de un poema, sino que estoy convencido de que debería tenerlo. Por eso me gustan tanto (en su concepción de universo poético y en su ejecución de composiciones individuales), las Odas de Pablo Neruda: porque suponen el reconocimiento de la magia absoluta de la vida. Son el acta literaria y notarial con la que se demuestra que no existe ningún asunto que no pueda y deba ser cantado. De ahí que Neruda exalte la farmacia, las patatas fritas, el caldillo de congrio, la tipografía, el viento del Sur, la alegría, la tristeza, el mar, el vino, el diccionario, la manzana, el gato, la cuchara, la estrella. Siempre he defendido la idea de que el índice de sus libros de odas constituye, por sí mismo, una oda elemental a la incontable belleza del mundo.

El caso es que a mí siempre me han dejado con la boca abierta las alcachofas: con la boca abierta de admiración, y con la boca abierta de apetito (que es una forma carnívora y vegetariana de la admiración incondicional). Cuando las veo en los puestos del mercado, apiñadas en su amontonamiento consanguíneo, me producen siempre una repentina alegría. Por lo que a mí respecta son flores cubistas, flores suculentas. La hermana Cynara, con sus pétalos verdes, con sus costillas puntiagudas, con su tallo robusto.

Sé que las flores propiamente dichas tienen un prestigio que no tienen las hortalizas, las verduras y las frutas. La aparente gratuidad de las cosas posee su gracia leve, su brillo terrenal, qué duda cabe: si la rosa fuera comestible no sería la rosa, y no la cantaríamos como símbolo de futilidad, porque la cocinaríamos a la plancha con jalapeños. Pero las flores útiles, las flores nutritivas, tienen tanta belleza como las flores inservibles: me refiero a las naranjas, a los pimientos rojos, amarillos, verdes, a las granadas, a las uvas, a las berenjenas. Y, por descontado, a las alcachofas, esas perfectas obras de diseño natural, que son las obras de la naturaleza cuando parece haber estudiado en una escuela sueca de arquitectura.

Para que la alcachofa adquiera la leyenda cultural que tienen las rosas, sólo habrían necesitado otra palabra que las nombrase. Alcachofa no es un sustantivo para ganarse la inmortalidad poética. En un soneto tiene algo de maullido gatuno. Si las hubiésemos llamado, por ejemplo, artichokes, y las hubiésemos pronunciado a la francesa o a la inglesa, creo que habrían corrido mejor suerte lírica. Y si, por encima de cualquier otra denominación, las hubiésemos llamado, a la andaluza, alcauciles (con esa brizna arábiga), ahora tendrían una antología universal ineludible. Los alcauciles son las alcachofas, cuando Dios habla de ellas.

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