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Crónicas de la incultura

El faraón

El faraón

No sé si están enterados de que el presidente de Egipto, el general Al Sisi, ha decidido crear una nueva capital a treinta y tantos kilómetros al este de la actual y que se llamará Nuevo Cairo. Increíble, ¿verdad? Es como si Ximo Puig (es un suponer) decidiese crear una capital administrativa para la Comunitat, una Nueva Valencia que podríamos situar más o menos en Casinos o por ahí (al oeste de la actual: si quisiera ponerla al este, tendríamos problemas de humedades, sin ninguna duda). Continuando con el Nuevo Cairo, se dice que surgirá en torno a una gran avenida central con estatuas gigantescas y a ambos lados estarán los ministerios y las viviendas de los funcionarios, aparte del palacio de este émulo moderno de los faraones, cuyo recuerdo se evoca explícitamente en el proyecto. Todo esto nos suena extrañamente exótico y un pelín tercermundista. Entre nosotros los únicos faraones que ha habido fueron mas bien faraoncitos, por ejemplo, al alcalde Ricard Pérez Casado lo llamaban el faraón porque puso entradas piramidales para algunas estaciones del metro: como además fue un excelente gestor y, entre otras cosas, dotó de metro a València, lo recordamos como uno de los mejores regidores que la ciudad haya tenido nunca. También gozaron de este apelativo Pasqual Maragall, alcalde de Barcelona y luego presidente de la Generalitat catalana, que transformó la ciudad condal con ocasión de las Olimpiadas, o Alberto Gallardón, el alcalde de Madrid que con su M-30 hizo mas pasadizos que dieciocho dinastías de faraones juntas en sus pirámides.

O sea que somos occidentales, qué demonios, y la megalomanía arquitectónica de los egipcios y de otra gente igual de rara (piensen en los chinos con su Ciudad Prohibida y su Gran Muralla, ¡vaya derroche!) no nos van. En Occidente el pueblo y sus gobernantes viven juntos y estaría muy feo que estos últimos intentasen aislarse en una especie de torre de marfil. Occidente inventó la democracia: primero los griegos, luego los romanos (bueno, con algunas excepciones desde que dieron carpetazo al Senado), luego los cristianos (ya lo sé, los nobles se encerraban en sus palacios y el Papa en el Vaticano, pero era para proteger a sus vasallos / fieles), y así hasta los gobiernos democráticos. De ahí las maravillosas ciudades italianas y españolas. El que no haya visto Vicenza, la eterna ideale città que proyectó Palladio, no sabe lo que se ha perdido. El modelo faraónico de Al Sisi se ha dado alguna vez en Europa, pero solo en recaídas dictatoriales. Lo he visto en Bucarest, donde Nicolae Ceacescu se cargó todo el centro histórico de la ciudad medieval para construir la consabida avenida ciclópea con ministerios a los lados y un inmenso palacio del pueblo (sic) al fondo. Aunque, ahora que caigo, ¿dónde he visto algo parecido? Ya lo tengo: lo preside un gran palacio del pueblo, luego viene un paseo kilométrico a cuyos lados se alinean enormes museos y otras dependencias públicas y, por fin, al otro extremo se alza un obelisco faraónico, como el que robaron los franceses y que esta en la Concorde. Pues sí, estoy hablando de Washington, una muestra del poder del imperio, que surgió por decisión de su primer presidente homónimo, en un lugar en el que antes no había nada y con la que se inauguró una dinastía de faraones modernos que culmina en Donald Trump. Conque menos humos. Aunque esta expresión es poco afortunada porque el lawn de la capital de EE. UU. se encuentra justo al lado del Pentágono, la mayor fábrica de humos de la historia (Hiroshima, Dresde, Vietnam, ya saben). Al Sisi tiene razón. Cada vez hay menos gente interesada en el goce estético de las pequeñas cosas (un cuadro, un libro, un paisaje) y más personas partidarias de quedarse con la boca abierta adorando los logros del faraón de turno: conciertos de rock en estadios, montañas de bestsellers, hileras interminables de turistas. Apostar por la cultura espectáculo es una sabia decisión política: las hormigas no piensan.

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