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Corona

A estas alturas de la película imagino que no se puede hablar de nada que no sea el coronavirus o la mesa de diálogo sobre Cataluña. Si hablas de un estreno teatral, de un concierto, de un monumento artístico o de un libro, es como si te estuvieses burlando del lector porque ahora estas cosas no le interesan, lleva una mascarilla y se pasa el día alternativa (y hasta simultáneamente) aliviado y furioso por lo que le cuentan de la célebre mesa alargada de cristal que separa a los políticos del gobierno español y del catalán. Por cierto: la mesa era tan estrecha que los participantes de uno y otro lado quedaban a menos de un metro de distancia, es decir, fuera de los márgenes de seguridad que marca el protocolo de prevención del coronavirus; para acabarla de arreglar unos y unas se repartían generosamente besos y abrazos: ¡a ver si tenemos un problema de contagio entre líderes políticos y al final resulta que el corona y el proyectado catexit son el mismo asunto. De perdidos, al río: voy a tratar del corona, que es menos comprometido que lo de la taula, y que sea lo que Dios quiera.

No les voy a cansar con términos médicos que conocen de sobra y respecto a los cuales, además, no podría aportar nada interesante. Pero sí quiero hacerles notar la extraña fascinación que suscita el corona. Vamos a ver. Se está desarrollando toda una cultura de distanciamiento respetuoso. En los museos no te dejan acercarte a los grandes iconos del arte, que son contemplados a la prudente distancia que marcan los cordones que hay delante. Hace unos días estuve en los Uffizi -lagarto, lagarto, no les voy a decir cuántos, no sea que me pongan la columna en cuarentena- y me encontré a multitud de asiáticos -¡mare meva¡- que rodeaban el Nacimiento de Venus de Botticelli con sus móviles relampagueando. Cuando vi este cuadro por primera vez, allá por 1974, solo estábamos mi mujer y yo y naturalmente no había ninguna barrera. Tampoco había coronavirus. Volviendo al tema del respeto, eso de que la gente se pasee con mascarilla no es una tontería. Ya sabemos que no les sirve para prevenir la infección, pero les da un toque distinguido, de enterado/a que mira al populacho con cierta superioridad, como si dijesen «yo soy de los elegidos, pero tú sucumbirás por tu ignorancia». Bueno, los culturetas siempre fueron así: en mis tiempos de estudiante nos paseábamos con gruesos libracos de Marcuse que no teníamos ninguna intención de leer, solo para que nos admiraran los demás (algun@ hasta consiguió ligar con este señuelo). La mascarilla es como un marcuse 2.0: renovarse o morir.

Pero volviendo al corona. Se nos insiste en que no vayamos al hospital cuando tengamos síntomas sospechosos porque de esta manera lo dejaríamos plagado de virus y la epidemia se propagaría exponencialmente. Y tanto. No hay cosa peor que las salas de espera de los médicos. En la del otorrino lo normal es encontrarte gente tosiendo y no es infrecuente que vayas a que te quiten un tapón de cera y salgas con una bronquitis de caballo. Pues ahora que tenemos la epidemia encima, lo mismo, pero peor. La última vez que estuve en una consulta me encontré por lo menos con una docena de coronas. Así como suena. Un colega mío, muy progre, que estaba esperando turno, parecía tan feliz rodeado de los virus. ¿Pero tú no eres republicano? -le dije. -Bueno, me contestó avergonzado, algo hay que hacer para matar el tiempo. Tenía abiertas sobre la mesa tres revistas del corazón con abundante información sobre la vida sentimental de las casas reales europeas. O sea que corona es una palabra ambigua, el corona o la corona como el margen o la margen. ¡Menudo alivio! Venga a decirnos que el corona es peligroso y ahora resulta que la propensión a la corona es más vieja que el tebeo en España porque estamos inmunizados. Sobre todo en València, que para eso ofrena noves glòries. De ahí que mientras Francia cierra el Louvre e Italia, casi todo, aquí queremos celebrar las Fallas tan campantes.

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