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Solas

El pasado domingo se celebraron manifestaciones por el 8-M en todo el mundo. También en España, donde inevitablemente las acompañaba el eco de la polémica suscitada por el lema «Sola y borracha quiero llegar a casa», que patrocina el Ministerio de Igualdad y que, por cierto, ha dividido a los partidos que sustentan la coalición gubernamental. Como dicho eslogan fue promovido por el feminismo, o, mejor dicho, por una rama del feminismo, ya comprendo que a la ministra le resulta difícil hacer como si no existiese. La cuestión es si le resultará fácil seguirlo defendiendo hasta la tramitación parlamentaria de la ley de libertad sexual. Un asunto político de alto voltaje que tiene la virtud de permitir alegatos partidistas inequívocos, tanto a una parte del gobierno de izquierdas como a la oposición de derechas. Es un regalo del cielo. Ya que unos y otros no saben cómo enderezar la maltrecha economía hundida por el coronavirus, ya que tampoco dan una (ni a derechas ni a izquierdas) para controlar la expansión de la enfermedad, por lo menos nos entretienen con una polémica que enciende las redes sociales y confirma las convicciones de cada quisque. El problema es que junto a la política está la cultura y, por mucho que no les resulte rentable atender a razones culturales, a la postre la cultura tiene una perdurabilidad muy superior a la política, tal vez porque el cultivo hunde sus raíces en la naturaleza, mientras que la polis es tan efímera y variable como la sociedad que la sustenta. Veamos: ¿cuál es en términos culturales el problema de «sola y borracha». Hace algunos años Carmen Alborch, nuestra añorada compañera de la UV, que, como se recordará, fue ministra de Cultura, publicaba un libro, Solas, en el que planteaba los problemas que habían tenido que arrostrar las mujeres de su generación para romper el cerco al que estuvieron sometidas las precedentes. Allí se hablaba del anonimato, del ansia de equidad, de la maternidad solitaria, de tantas y tantas cosas. De lo que no se hablaba en ningún momento es de su deseo de volver borrachas a casa.

¿Es el estado de intoxicación etílica un valor propio de nuestra cultura? La primera vez que fui de profesor a los EE. UU. me extrañó la costumbre anglosajona de beber salvajemente en una especie de competición en la que ganaba el primero que caía redondo al suelo. También podía ser la primera: en aquellos festejos de campus universitario cerrado al resto de la sociedad participaban indistintamente los miembros de las fraternities y las de las sororities. Todo esto en un país donde está prohibido consumir alcohol en la calle y donde hasta hace poco solo se podía adquirir en tiendas especializadas y medio vergonzantes, algo así como los sex shops del soplamen. Las bebidas alcohólicas forman parte de la cultura mediterránea, por supuesto, están presentes en todas nuestras fiestas y celebraciones desde Grecia hasta Portugal pasando por Croacia, Italia, Francia y España, aunque la ribera meridional, de religión musulmana, las rechaza desde la época clásica. ¿Qué soporte cultural puede tener la invocación a la borrachera en boca de las mujeres (y de los hombres) españolas? Normalmente los borrachos no suelen llegar ni solos ni solas a sus casas, hay que ayudarles, porque tan apenas se tienen en pie y casi nunca aciertan con la cerradura. Así que el lema en cuestión me parece que copia indiscriminadamente, como tantas otras veces, algo ajeno que la globalizacción nos quiere imponer. Nada que ver con ?me too, otro eslogan que también nos vino de fuera, pero que podría haber surgido perfectamente aquí porque nuestro historial en cuestión de violencia sexual no es mejor que el de otros. Aquí no se bebe por beber, se bebe comiendo y charlando, y la borrachera es una desgracia, nunca un mérito. A no ser que estemos apoyando esa vergüenza de que se haya llegado a considerar un atenuante en casos de violación como el célebre de la Manada, cuya sentencia revocó el Supremo. ¿Estamos?

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