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El único superviviente

El único superviviente

A Pilar del Río, porque se lo debía.

Lo mejor de los libros son las huellas que han ido dejando a lo largo de nuestras lecturas. Lo he dicho y escrito muchas veces: me gusta escarbar en lo de antes, en los libros de hace años, en los que a veces ni siquiera recuerdo que estaban a un paso del último que acababa de colocar en las estanterías de la casa. No sé qué día se cumplía del confinamiento. Ni en qué fase me encontraba. Lo que sé es que me vi de repente sacando a la vez dos libros a los que he regresado más veces que cuchilladas le pega un Anthony Perkins con peluca a Janet Leigh en la famosa escena de la ducha de Psicosis. Nunca he conseguido separar El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago, y esa obra inabarcable de Fernando Pessoa que es Libro del desasosiego. Dos libros y dos escritores que hay que leer por obligación. Esta vez quiero escribir unas cuantas líneas en Posdata sobre la novela de José Saramago. Si existen los libros llamados de cabecera, éste es uno de ellos. Llueve sobre Lisboa en todas las páginas, como llueve el tiempo en ese Hotel Bragança al que un día llega desde Brasil un personaje extraño llamado Ricardo Reis. No se sabe qué pintaba en Brasil, se sabe que, entre otras cosas, al menos, ha venido porque se acaba de morir el poeta Fernando Pessoa, «casi ignorado por las multitudes». La verdad es que no me gustan mucho los hoteles, tampoco al recién llegado que hacía dieciséis años había abandonado Lisboa para instalarse en Río de Janeiro: «El hotel, lugar neutro, sin compromiso, de tránsito y vida en suspenso».

La novela de Saramago tiene mucho de cervantina. El fantasma de Pessoa se aparece de vez en cuando a Ricardo Reis: «Mi querido Fernando Pessoa, usted se ha vuelto loco de tanto leer». Es toda ella como un diálogo entre la vida y la muerte, entre lo que somos y lo que fingimos o soñamos ser. Lo dice Pessoa en Libro del desasosiego: «Yo nunca he hecho más que soñar». Y el mismo Saramago: «Cuán poco sabemos unos de otros». Nos miramos en un espejo del que ignoramos si nos acepta o sufrimos abruptamente su rechazo. El espejo de Pessoa son sus heterónimos. Se inventó otros que no fueran como él: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y algunos más: «Nunca nos entendimos muy bien los unos con los otros», escribe Saramago poniendo voz al fantasma. Y ahí discuten poeta y heterónimo: «Perdón mi querido Reis, yo no soy un fantasma. Porque en realidad la vida y la muerte van juntas: el muro que separa a los vivos unos de otros no es menos que el que separa a los vivos de los muertos». A ratos el diálogo entre ellos es áspero, suena a cabreo de incomprendidos: «Usted en vida era menos subversivo», le dice Ricardo Reis. Y el otro, que de vez en cuando echa mano de la ironía: «Es que cuando se llega a muerto, se ve la vida de otra manera».

Los grandes libros te llevan a otros libros. Aquí está, junto a los otros dos, Odas de Ricardo Reis (Visor), con sus poemas dedicados a Lidia. Otro apunte a lo Cervantes y su medio inventada Dulcinea: «ahora me encuentro en un hotel con una camarera que lleva ese nombre». Y el otro amor imposible: la joven Marcenda Sampaio, mano izquierda inútil por enfermedad, casi personaje de un bolero: «nadie me ha besado antes, por eso no sé distinguir entre la desesperación y el amor». Es también El año de la muerte de Ricardo Reis un paseo sin rumbo (como le gustaba a Walter Benjamin cuando hablaba de las ciudades) por las calles y plazas de Lisboa. Y por la historia de Europa y del mundo en ese tiempo. La dictadura de Salazar en Portugal, el surgimiento del nazismo alemán y el fascismo italiano, el golpe de Estado en España con tintes fascistas de exterminio: «ay de quien se oponga a estos soldados, tan vivo en ellos el gusto de matar».

Escribir sobre El año de la muerte de Ricardo Reis, después de la enésima lectura, me llena de una satisfacción orgullosamente confesable: por la admiración entusiasta al escritor y por pensar que en los tiempos difíciles nos seguirá haciendo falta gente como José Saramago para que no se nos coman, como los gusanos a los muertos, la indecencia planetaria y la falta de esperanza. Y para quien decida acercarse a la lectura o relectura de este libro imprescindible, sepa a su favor lo que escribe su autor: el único superviviente de una historia es quien la lee. Así que ya tardan ustedes en fletar sin excusas su tabla de salvación, sobre todo en unos tiempos que algunos agoreros llaman del apocalipsis.

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