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"Ya no soy político ni volveré a serlo"

«Ya no soy político ni volveré a serlo»

«Valencianos: el próximo domingo día 13 (mayo1921) llegará a vuestra ciudad, después de largos años de ausencia, el insigne novelista Vicente Blasco Ibáñez. Vuelve como un héroe de la antigüedad, aclamado por todos los pueblos, investido con los trofeos de la más fulminante victoria que el mundo ha dispensado a un literato español (…..) Alborozad vuestros espíritus, engalanad vuestros balcones, adornad las fachadas de vuestras casas y tomad parte en los festejos que se organicen». El bando estaba firmado por Ricardo Samper Ibáñez, alcalde de València, correligionario del homenajeado, que llegaría a presidente efímero de un gobierno durante la Segunda República. Luego, el alcalde se dirigió a los colegas de la provincia, para que se sumaran a los actos. La Junta de Obras del Puerto también se adhirió, votando una contribución económica para los gastos. También se sumaron Lo Rat Penat y todas las fuerzas vivas: la Cámara de la Propiedad, la Cámara de Comercio, el Colegio de Abogados y el Ateneo Mercantil y los periódicos de la ciudad, a excepción del órgano católico, el Diario de Valencia, irreductible en su oposición al blasquismo, que aprovechó para recordar los desmanes anticlericales del homenajeado.

El ayuntamiento valenciano comenzó a pensar entonces en los preparativos para un recibimiento grandioso. Pensó en lápidas con el nombre del novelista, primeras piedras, festivales, conferencias, recepciones, banquetes, lo nunca visto. Convocó a varios artistas para que diseñaran arcos triunfales, unas arquitecturas efímeras parecidas a las que solían erigirse con motivo de la visita de las personas reales. Estaba prevista una cabalgata, con carros que simbolizarían la obra literaria del visitante. Se iba a dar su nombre a un grupo escolar. También se quería rebautizar la Plaza de la Reina como Plaza de Blasco Ibáñez. Solamente al final y como aparte de los festejos estaba previsto celebrar un acto de partido.

El novelista no viajaba a València desde 1916, cuando apenas estuvo unas horas en un viaje privado, camino de Barcelona. Seguía con atención la marcha de sus hijos, escribiéndoles con frecuencia. Llevaba tiempo apartado de la política de la ciudad de València y de la política española. Con todo, el movimiento por él fundado seguía reconociéndole como su jefe espiritual. El Pueblo solía informar de todos los desplazamientos, de todos los éxitos del novelista insigne. Lo primero que hacían los alcaldes blasquistas al tomar posesión era poner un telegrama al maestro, como rindiéndole pleitesía. De vez en cuando, surgía el rumor –prontamente desmentido- de que el maestro iba a presentar su candidatura a las elecciones.

Este es el contexto de la carta hasta ahora inédita de José Mateu, ceramista, presidente de la Juventud Artística Valenciana y destacado ceramista. Fue probablemente Mateu quien, poco tiempo después, se encargó de diseñar los azulejos que adornarían algunos de los rincones de Fontana Rosa, la enorme casa que el novelista edificó en Menton. El momento político era agitado en 1921. Después de las agitaciones sociales que siguieron a la guerra de 1914, de los atentados sociales, la figura de Blasco hubiera reforzado de manera decisiva cualquier candidatura a Cortes. Todavía no podían saberlo, pero en Marruecos estaba a punto de producirse uno de los mayores desastres militares de la historia española. El novelista rehusó: «Yo solo puedo aceptar algo que tenga un carácter general y puramente literario».

El viaje estuvo a punto de suspenderse cuando el gobernador civil, siguiendo órdenes del ministro de la Gobernación, impidió que se trocara el nombre de la plaza de la Reina por el de Blasco Ibáñez. Una de las primeras cosas que realizaron los ayuntamientos blasquistas -esa pésima costumbre española que consiste en mover cada dos por tres el nombre de las calles-, fue el cambio en la rotulación de algunas vías. En 1902, propusieron que la Bajada de San Francisco se denominara de Víctor Hugo, que la calle de San Fernando se llamara de Ruiz Zorrilla y que la plaza de la Reina llevara el nombre de Pi y Margall. También hubo sus más y sus menos en la ciudad, cuando más adelante el ayuntamiento cambió el rótulo de la plaza del Príncipe Alfonso por Wilson y la avenida del conde de Serrallo por Los Aliados. ¿Quién recuerda ahora esos nombres?

Llegó por fin el maestro a València. Y con él, parecía que regresaba el tiempo pretérito. Grupos de gente en las estaciones vitoreando al prócer. Orquestas en los andenes. En la estación de Xàtiva, la manifestación fue imponente. Algo parecido ocurrió en La Pobla Llarga y en Carcaixent y en todas las estaciones hasta llegar a València. Las músicas se resolvían siempre con la Marsellesa. Estaban los fotógrafos, para retratarle en València, saliendo de la nueva estación del Norte, subiendo a un coche «a la gran d’Aumont». Con gran esfuerzo pudo llegar hasta el Ayuntamiento, al que ahora llamaban pomposamente Palacio Municipal. Se dieron cifras de asistentes: 35.000 en la estación y sus alrededores. 50.000 en la carrera hasta el Ayuntamiento. Allí pronunció un breve discurso. Apenas había terminado cuando el gentío rompió el cordón de guardias municipales y bomberos e irrumpió en la sala. Había verdadera ansia en el público por ver y escucharle. Ese mismo día quedó solucionado el incidente de la plaza de la Reina, acordándose rebautizar la plaza de Cajeros con el nombre de Blasco Ibáñez.

El Ayuntamiento había repartido los festejos de la semana, dedicando cada día a una de las obras del maestro. El lunes 16 le tocaba a Mare Nostrum, que era el nombre dado a un grupo escolar. Y siguieron el de La barraca, con una visita al Cabañal, el de Cañas y barro, con un paseo por la Albufera, la de Sangre y arena con una corrida de toros. Blasco Ibáñez pronunció discursos a troche y moche, en inauguraciones y banquetes. En 1911, cuando vino a València entre dos viajes a la Argentina, puso a este país como ejemplo. Ahora, venía muy impresionado por los Estados Unidos, donde su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis había sido llevada al cine. La gente le pedía que hablara de aquel país de maravilla. «Voy a ser un Baedeker ilustrado», dijo en Miramar. Y comenzó a describir a la primera nación del mundo: «en aquel país ni se arrastran los sables ni se tienen en cuenta los entorchados». Todo en él era grande; todo se medía por cifras abultadas. Era enorme su territorio. Tanto, que se tardaban seis días con sus noches en atravesarlo en ferrocarril. Las mujeres eran instruidas. Gozaban de absoluta libertad religiosa. Había diferencias de clase, ciertamente, pero los ricos se hacían perdonar sus riquezas ejerciendo el mecenazgo: «Y ese pueblo que creemos metalizado, asumió su obra de salvar a la humanidad». La utopía seguía residiendo en América.

València había cambiado de fisonomía. Varios cronistas de la villa están de acuerdo en que el hito que cerró la época antigua fue la Exposición que se celebró entre 1909 y 1911. Aquel acontecimiento cambió el urbanismo, los hábitos y costumbres, incluso la indumentaria. La estación del ferrocarril había dejado de ser el antiguo cobertizo para transformarse en un soberbio edificio Art Nouveau. El barrio de Pescadores ya no existía. El ensanche de calles rectas extendía la ciudad hacia el suroeste. Había edificios públicos suntuosos, como la Casa de Correos o el nuevo mercado de Colón, inaugurado en diciembre de 1916 o el mercado Central, cuya construcción se había iniciado en 1914. El maestro no mostró demasiado aprecio por alguna de estas joyas del modernismo. Incluso parece haber dado indicios de desagrado al contemplar las obras del Mercado Central, estupenda fábrica de los arquitectos Guardia y Soler, como llevando a mal la desaparición de aquel mercado moruno que había acompañado su infancia y juventud con sus aromas y ruidos.

El maestro –todos los suyos le llamaban así- echaba de menos la València típica y pintoresca de otros tiempos. Él era un hombre de progreso, ciertamente, pero había observado la manera en que otras naciones conservaban los recuerdos del pasado. Por ello pidió a sus paisanos que se acordaran de aquella València, la de los sainetes de Escalante y las poesías de Llorente, y que formaran un museo que perpetuara la vida valenciana Uno de sus oyentes, el coleccionista de cerámica González Martí, tomaría nota de aquella charla pronunciada en el Centro de Cultura Valenciana, para crear pasados unos años uno de los más interesantes museos de la ciudad, hoy emplazado en el palacio del marqués de Dos Aguas.

Blasco trató de evitar a lo largo de esta semana de homenajes las referencias políticas directas a la situación española. Su visita a València había sido respaldada por personas e instituciones que no eran republicanas. Los buenos entendedores pudieron observar que, en su pintura de los Estados Unidos, destacaba los aspectos que se oponían a las patologías españolas del momento. Por ejemplo, frente a un país marcado por el intervencionismo militar, el de las llamadas Juntas de Defensa, América representaba al régimen civil. O bien, al describir la importancia de la enseñanza y el papel relevante de las universidades americanas, como propios de una nación bien organizada: «por desgracia no hemos llegado a ello». La colocación de una placa en la plaza de Cajeros, con el nombre de Blasco Ibáñez era un guiño al pasado. La casa en que se colocó la placa era la misma en que estuvo la redacción de La Bandera Federal, cosa que Blasco se cuidó de subrayar. En apariencia, no exaltaba la forma republicana de gobierno, pero al hablar del Mediterráneo y a sus antiguas glorias, precisó que se refería a «la República de Grecia». En las grandes democracias, como la americana, obedecer a la ley común era un acto de civismo. Pero mientras ese momento no llegara, en tanto no existiese la conformidad de la mayoría, había que ser «un poco rebelde». Los días pasaban y el momento de las declaraciones rotundas no terminaba de llegar. Los republicanos esperaban tanto o más al caudillo que al literato. Tuvieron que aguardar hasta el último día de la semana, cuando llegó el instante de descubrir la lápida en la casa natal y durante la visita a la Casa de la Democracia: «Queridos amigos y correligionarios. (Una voz: Ya lo ha dicho). Ya lo he dicho, si; pero no necesitaba decirlo para que lo supieseis (…) Pero ¿es que hay alguien que lo dude? Vosotros sabéis que donde yo esté, estará siempre un republicano; que cuando yo hable, aunque hable de astronomía, habla siempre un republicano (gran ovación)... Yo recuerdo a Víctor Hugo, cuando en tiempos de Napoleón III se le ofrecieron grandes honores si abdicaba de sus ideales (...) si sólo queda un republicano, ese seré yo (ovación grandiosa)».

En la semana de homenajes hubo varios momentos interesantes. Los fotógrafos de Valencia, particularmente Barberá Masip, dejaron constancia gráfica de los actos. En el que sirvió para inaugurar el monumento al músico Giner, vemos a Blasco Ibáñez, rodeado de los miembros de la corporación municipal y de varios notables, subidos a una tribuna que está engalanada con banderas españolas, rojas y gualdas, lo cual es muestra de que los republicanos usaban indistintamente ambas enseñas, la tricolor y la bicolor, aunque con énfasis distinto, reservándose la primera para actos propiamente de partido. Y en lo tocante a las músicas también hay que resaltar que el himno preferido es la Marsellesa. La marcha real, había señalado hacía tiempo Luis Morote, era el de la España oficial era «el himno de ellos no el de nosotros». El Himno de Riego parecía asociado a una estrecha circunstancia nacional. La Marsellesa, en cambio, era el himno de los republicanos porque era el de todas las democracias, el canto de guerra contra la vieja humanidad, el grito de emancipación universal.

El maestro no será fiel a la promesa que hizo a José Mateu y al resto de correligionarios de vivir apartado de la política. El golpe de Estado de Primo de Rivera, en septiembre de 1923, en víspera de iniciar su prodigioso periplo alrededor del mundo, le llevaría a una campaña de oposición a la monarquía de Alfonso XIII, de gran repercusión internacional. Sería la última antes de su muerte en 1928.

En mayo del año próximo se cumplirá, pues, un siglo del homenaje que ofreció la ciudad de València a su ilustre paisano. ¿Será posible, en medio de la barahúnda política y sanitaria, organizar un recuerdo de aquella semana esplendorosa? Blasco Ibáñez -tan presente en la memoria del público valenciano, ha tenido escasa fortuna póstuma. Los unos, por anticlerical y republicano, lo miraron con desconfianza. Los otros, por españolista y conservador (¡un apologista del imperio americano!), lo inhabilitaron como político, haciendo todo lo posible por borrarle del canon literario. ¿Será posible que las instituciones valencianas pueden mirar al pasado sin ira y sin censura, tratando de celebrar una figura como la de Blasco, capaz de aunar con su genio literario las preferencias más dispares? ¿Seremos capaces de practicar, sin segundas, ese noble sentimiento que consiste en admirar y honrar el mérito, sin reparar en banderías políticas?

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