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¿Es usted romántico o romántica?

«Goethe en la campiña romana», óleo del alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein en 1787.

«Eres un/a romántico/a» es una frase utilizada frecuentemente con un significado ambiguo y variado. Puede que se le atribuya un carácter apasionado, soñador, enamoradizo, idealista, amante de los grandes paisajes naturales, confiado en que existe un destino… que se deja llevar por los sentimientos, que actúa como un quijote, o que pertenece al movimiento cultural que se inició en el siglo XVIII en Alemania, el llamado Sturm und Drang (tormenta e ímpetu), y se fue extendiendo por toda Europa y América en el siglo XIX, hasta llegar incluso al XX. No tengo noticias si también ocurre en Asia, África o Australia. Al principio se utilizó como sinónimo de pintoresco o extravagante, después moderno, que se oponía al clasicismo imperante, y se concretó en una tendencia literaria, artística e incluso, para algunos, filosófica y política. El castellano, el valenciano o el gallego la importó del francés, romantique, en alusión a la denominación de roman, novela en el siglo XVI, y al parecer también del alemán romantisch. En las escuelas y universidades se enseña principalmente como una estética literaria y pictórica de la que se deduce una serie de características, a modos de ítems, para intentar comprender un fenómeno que no siempre resulta fácil de englobar, como ocurre con casi todos los grandes movimientos sociales o culturales. ¿Es acaso el populismo, el marxismo, el liberalismo, el anarquismo, el fascismo, el cristianismo, etc., algo acotado intelectualmente? Los diccionarios o enciclopedias dan definiciones generales que apenas clarifican el concepto o se limitan a señalar los rasgos históricos como una manera de diluir la femonología de los mismos. Y cuando se pretende penetrar en su análisis los autores tienen enfoques diferentes, cuando no contradictorios. Incluso cada país destaca sus peculiaridades propias diferenciando el romanticismo alemán, el francés o el inglés.

Los profesores de literatura o de arte saben que sus alumnos asimilarán la palabra a corazones de amor, a flechas de cupido y después, cuando lo estudien, a una mayoría les quedarán de manera brumosa los versos de Bécquer o los de Lord Byron, con sus aventuras vitales de amistades tempestuosas. Los más atentos recordarán a Goethe. Y es que lo más normal es llevar a cabo una clasificación de las características del Romanticismo, principalmente como exaltación de la subjetividad y del individualismo, rechazo del arte neoclasico de la Ilustración, desconfianza de la razón para entender los fenómenos del mundo, no aceptación de las normas artísticas o literarias impuestas por el canon ilustrado, nostalgia de un pasado remoto idealizado, afición por la fantasía y la originalidad con relatos que destaquen, si así se estima, lo terrible, lo novedoso de las situaciones. En la pintura se incidirá en los temas cotidianos, en la música se optará por la amplitud de la sinfonía, que ya no es para un público de salón sino para los amplios teatros, y la potencia de la ópera ensalzará los sentimientos y pasiones (Wagner, Verdi…). Esa tendencia permanece todavía en las manifestaciones artísticas. Mas difícil encontrarlas en la filosofía: he visto manuales que clasifican a Hegel en el Romanticismo y en el Anti-romanticismo. Mas fácil parece enclavar a Kierkegaard, Schopenhauer o Rousseau, y complicado señalar a Nietzsche y a otros filósofos. Algo parecido ocurre con la política. Es mejor atribuirlo al pensamiento de los llamados socialistas utópicos que a políticos concretos como Talleyrand, Garibaldi o Mazzini. También al populismo vigente.

Pero en todo caso, se trata de la cosificación de una realidad que no resulta fácil comprender de una manera global y acudimos, entonces, a señalar sus múltiples características, sin que nos satisfaga del todo. Hay autores que han tratado de abordar el Romanticismo para saber si es posible hacer un diagnóstico y captarlo en su dimensión completa. Es lo que intentó Isaiah Berlin en sus diferentes conferencias recogidas en Las raíces del romanticismo (Taurus,2009), donde destaca que Diderot «es un himno al genio, a diferencia del talento, en oposición a las reglas del siglo XVIII: la sensatez, la racionalidad, la medida, la proporción y demás» (p.80). Berlin no estaba muy satisfecho con sus charlas y nunca se transformaron en un estudio completo, como le hubiera gustado y como sí hizo con otros temas. Su editor (Henry Hardy) nos advierte de que se transcribieron sus conferencias que él no pretendía publicar porque, a la postre, la comprensión de la naturaleza de la cosa «es un rompecabezas cuyas piezas debemos colocar correctamente» (p.160). Sin embargo, Rudiger Safranski en Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (Tusquets, 2009) lo delimita a la cultura alemana como el creador de lo que se transformó en un rayo que impactó en otras culturas occidentales, y aunque su época pasó, «queda como actitud del espíritu». Y es que en el Romanticismo está la crisis de la racionalidad. No todo puede explicarse por la razón, el ser humano tiene facetas mas allá del puro entendimiento. Es eso lo que captó Carl Schmitt cuando en Romanticismo Político (1919, editado en Buenos Aires en 2000) se atrevió a apuntar que los románticos se quedaron sin aquellos elementos que sustentaban las bases de la concepción científica para todo, bajo el manto de un Dios creador, y se volvieron inseguros, desengañados, ante lo que se había creído el camino para entender el mundo. Siempre que se impone un gran relato aparece su contrarréplica, que es una manera de ser romántico. La filosofía posmoderna de los Foucault, Deluzie, Lyotard, Derrida, Vattimo, Mounier, Baudrillard, Roth, etc. es el romanticismo filosófico de nuestra época: se aspira solo a tener teorías falibles con la conciencia de que serán descartadas con el tiempo.

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