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La literatura negra importa

La literatura negra importa

Black Lives Matter. Las vidas negras importan. Pero qué es una vida si no se singulariza, si no viene acompañada de un relato, si no tiene un rostro particular y reconocible. Como en el caso de las mujeres escritoras, los autores negros estadounidenses hace ya un tiempo que han dejado de ser una anomalía. Y los hay para todos los gustos: estilistas cultivados, hacedores de best-sellers, de novela satírica o policiaca, pulp o de ciencia ficción. Solo una cosa les une en el substrato, y es la huella del problema negro, que como dijo en los años 60 James Baldwin nunca ha sido tal sino más bien el problema del blanco acuciado por la culpabilidad del opresor.

Se quiera o no, la primera ficción de impacto con protagonista afroamerica la escribió una mujer blanca, Harriet Beecher Stowe. La cabaña del tío Tom llevó a decir al presidente Lincoln que aquella novela había puesto en marcha la guerra de Secesión. A principios del XX, muy pocos afroamericanos podían identificarse con el esclavo que intenta ganarse el amor de sus explotadores y muere perdonándolos a todos. De ahí que Tío Tom se convirtiera en un insulto hacia aquellos miembros de la comunidad que trataban de encajar en el mundo blanco sin ponerlo en cuestión.

Ni Langston Hughes, ni Richard Wright, ni Ralph Ellison nos son hoy particularmente conocidos,y sin embargo fueron tres poderosas luminarias de la combativa literatura afroamericana de la primera mitad del siglo XX. Hijo nativo, de Wright, –que tuvo el año pasado adaptación al cine– fue la primera novela de un autor negro elegido por el popular El libro del mes, una especie de Círculo de Lectores a la americana, mientras que El hombre invisible, de Ellison, desarrolla ya desde su título la metáfora social del excluido. A los tres les unió su militancia en el comunismo y, en el caso de Hughes, el mayor de ellos, su compromiso estuvo ligado a su temprana experiencia como corresponsal durante la guerra civil española. Acabó siendo el mejor traductor al inglés de Federico García Lorca.

James Baldwin fue amigo de Malcom X y de Martin Luther King, aunque estuviera más cerca del pacifismo del segundo. Como hombre negro y homosexual era capaz de decir: «No se puede negar la humanidad del otro sin disminuir la de uno mismo». No es extraño que el pequeño escritor feo, bajito, pobre, nacido en Harlem, de pensamiento calmado –y por cierto, amante durante un tiempo de Jaime Gil de Biedma– se haya convertido en los últimos años en la voz negra más respetada en Estados Unidos.

El carácter confesional está en la base de la mayoría de las obras anteriores y posteriores a la segunda guerra mundial, pero nadie ha convertido la autobiografía en espejo de las vivencias colectivas de una raza como lo hizo la polifacética Maya Angelou: violada en la niñez, pionera en romper las barreras de género en el terreno laboral, cantante de Porgy and Bess, compositora para Roberta Flack y poeta de cabecera en la investidura del presidente Clinton. Sin embargo, sería otra mujer totalmente cen trada en el oficio literario, Toni Morrison, la que alcanzara el Everest del reconocimiento al ganar el Premio Nobel para la literatura afroamericana. A través de novelas como Ojos azules, Beloved o La canción de Salomón, se puede reconstruir la historia de ese sufrimiento. Puede decirse que Morrison se abre a una nueva forma más artística de la literatura afroamericana que incluye nombres como el de Alice Walker, autora de El color púrpura.

A las letras negras les ha acompañado siempre la acusación de observar en exceso el miserabilismo y la violencia, pero ¿acaso hubo otra cosa para los ciudadanos de color? Chester Himes quiso poner distancia con su Harlem natal tras haber cumplido condena por robo. En París imaginó a sus dos policías negros Ataúd Johnson y Sepulturero Jones, a los que lanzó tras un grotesco remolino de fechorías. Muchos años más tarde, el camino abierto por Himes fue recorrido por Walter Mosley y su detective Easy Rawlins, a quien Denzel Washington encarnó en la pantalla. Y en un terreno próximo, el de la ciencia ficción (tan elitistamente blanco él), habría que reivindicar la figura de la recuperada Octavia E. Butler, que apenas vendió nada cuando estaba viva y devino autora de culto a su muerte, en el 2006, como pionoera del afrofuturismo, cuyo nombre más conocido hoy es también el de una mujer, N. K. Jemisi.

Las universidades norteamericanas han provocado que en este siglo XXI muchas de la voces africanas y afroeuropeas importantes se citen allí para ofrecer nuevas perspectivas al relato no ligada a la memoria de las plantaciones: es el caso del jamaicano Marlon James, la británica Zadie Smith o los nigerianos Teju Cole o Chimamanda Ngozi Adigie,una de las voces más aclamadas de la actual vindicación feminista.

Mientras la alta academia sigue sentenciando que el canon continúa en manos de hombres (no de mujeres) blancos, lo mejor será leer a Colson Whitehead (dos veces distinguido por el Pulitzer), al irreverente Paul Beatty, capaz de lanzar dardos a su propia tradición, y a Ta-Nehisi Coates, uno de los grandes ideólogos del movimiento Black Lives Matter. En Entre el mundo y yo, una carta abierta dirigida a su hijo, Coates exhorta a dar la espalda a la versión impoluta de su país: «Hay que avanzar hacia algo más confuso y desconocido. Sigue siendo difícil para la mayoría de los americanos. Pero esa es tu tarea».

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