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COMPLICIDADES

Artículo sin mascarilla

Artículo sin mascarilla

Este es mi primer artículo pandémico -digámoslo así-, mi regreso a las colaboraciones literarias desde el confinamiento de marzo. Cuando se paralizó el mundo durante nuestro encierro, también se paralizaron por obligación muchos de nuestros hábitos, de nuestros deberes, de nuestras labores.

Durante aquellos meses de reclusión, caí en la cuenta de que los escritores somos individuos enclaustrados por voluntad propia, por necesidades del oficio. Escribir representa la consumación de una paradoja que se resuelve en su misma imposibilidad de ser resuelta: es una tarea que persigue el contacto con los lectores, llevada a cabo desde el aislamiento; una vocación de vecindad que se realiza desde la lejanía. Escribir, si lo pensamos bien, consiste en no salir de casa. Cuanto más se escribe, menos se frecuentan las calles, menos se trata a los demás, menos se vive de puertas afuera de uno mismo.

Se trata de un sinsentido absoluto, está claro, de un laberinto de la experiencia, sin salida: quienes aspiran a conocer y explicar el corazón humano llega un momento en que son quienes menos trato humano tienen. En realidad, podríamos decir que el conocimiento del mundo que los escritores poseen suele ser pretérito: es el conocimiento de otra época, cuando salían al exterior y paseaban.

Creo que no se ha dicho, durante nuestros meses de clausura, que la experiencia del encierro ha acercado a la población al universo de los escritores. En cierta medida, el tiempo de calabozo vírico ha significado, también, un gran experimento universal para dar a conocer al género humano cómo acostumbran a vivir quienes pretenden escribir libros.

El proceso de la creación se puede resumir en cierto número de costumbres repetitivas: levantarse de la cama, darse una ducha, tomarse un café, sentarse a escribir, levantarse a dar vueltas por la casa, volver a sentarse a escribir, mirar por la ventana (con nostalgia del mundo, con melancólica añoranza de la vida), regresar a la mesa del despacho, leer unas cuantas horas, asomarse al balcón, pensar en lo escrito, cenar pensando en lo que se escribirá, irse a la cama.

Algunos han dicho que después del virus ya nada en el mundo volverá a ser igual. Por fortuna, se equivocan en lo transitorio y en lo permanente. Muchos de nuestros hábitos se han modificado, por el momento, en su superficie (llevamos mascarillas, procuramos rehuir las multitudes, aceptamos el toque de queda), pero más tarde o más temprano recuperaremos nuestras rutinas. Por otro lado, en esencia, el ser humano no puede cambiar mucho: es un animal, como dijo un filósofo, que camina erguido, porque está destinado a las alturas (aunque a menudo sea capaz de cometer grandes bajezas).

Por lo que respecta al gremio de la literatura, espero que sigamos como siempre, en nuestro solitario encierro solidario.

Yendo de la mesa del despacho a la ventana, para ver las cosas que han estado siempre ahí, y volviendo a la mesa, para contar lo que hemos visto y lo que hemos dejado de ver. Pero para escribir, por favor, sin mascarilla.

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