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Verdad, falsedad y mentira de Miguel Catalán

Miguel Catalán

El 23 de septiembre de 2019 moría Miguel Catalán, como recordaba María Picazo en Facebook. 14 meses desde entonces. Y sigo algunas madrugadas acudiendo a sus libros. Los elijo aleatoriamente y los abro por páginas no previstas, sin una correlación en el relato. Eso me hace detenerme en párrafos, en frases que, sin seguir el argumento, me trasladan a pensamientos propios partiendo de sus escritos. Es mi manera de valorar su obra. Ya le dediqué alguna columna en El Mundo-CV al recibir alguno de sus libros, y después de aquel día en que María, a la que conocí en el tanatorio, me dijo que se había ido demasiado pronto, a los 61 años. No es que yo tuviera una relación estrecha, pero desde aquellos años de principios de siglo en que coincidimos en la TV de Las Provincias con Pajuelo, mantuvimos una relación a través de los emails y los WhatsApp, con alguna que otra comida. Recibía sus ediciones y artículos, que me enviaba con generosidad. Sin conocerle todavía tenía su libro, Antropología de la Mentira publicado por el Taller de Mario Muchnick (2005) que, posteriormente, me dedicó en un texto que resumía su contenido en muy pocas palabras: «…este libro sobre el hombre y sus disfraces». Había nacido, vivido y estudiado en València para convertirse en una especie de filósofo hermenéutico y se notaba que estudió el Bachillerato antes de todas las leyes educativas que poblaron nuestra estrenada democracia. En 1978, cuando se aprobó la Constitución vigente tenía veinte años, y ya estaba en la Universidad. Después comenzó su etapa de profesor de Filosofía en la Universidad Cardenal Herrera-CEU y su trayectoria como ensayista y novelista

Hace poco recibí una nota de un amigo, Blas Valentín, que me señalaba cómo algunos personajes históricos habían caído en el culto a la personalidad que sigue la estela del poder y del mercado. «Hartos de héroes, de ídolos, de iconos, de Referentes, de Guías, como de antihéroes e incluso de autodestructivos» para reivindicar el Culto a los Anónimos. En efecto, sus estudios pasaron desapercibidos de manera mayoritaria en esta sociedad valenciana tan propensa a exaltar a impostores de todo tipo que no son más que «expertos de la nada», pero que han sabido convencer para que sean reconocidos. Estoy por hacer un diccionario de ellos por aquello de la transparencia mediática. Me inspiraría en sus tratados de Seudología, de los que la editorial Verbum publicó diez tomos. (El prestigio de la lejanía, Antropología de la mentira, Anatomía del secreto, La creación burlada, La sombra del Supremo, Ética de la verdad y de la mentira, La mentira política, Poder y Caos, La santa mentira y La alianza del trono y el altar).

La Seudología se convirtió en una ciencia. Hasta que leí la definición en la RAE creía que era un neologismo inventado por Catalán, pero es un término médico que sirve para diagnosticar a aquellos que padecen trastornos mentales por creer en sucesos fantásticos que nunca han sucedido. No solo en creer sino también inventar a sabiendas que son falsos. Porque en eso consiste la actividad del mentiroso: él sabe cuál es la verdad, pero la trastoca, la manipula a favor de sus intereses. Nada que ver con quien está seguro de algo, y lo cree, aunque se demuestre posteriormente que no era cierto. Por eso lo opuesto a la verdad no es la mentira sino la falsedad.

En uno de los tratados, el VII, Mentira y Poder Político (2017) me interesó especialmente el capitulo III: «La violencia original y su legitimación ulterior por el ocultamiento y el engaño», donde cita una frase de Louis Saint-Just, El primer rey de cada dinastía es un usurpador. Me recordaba a los principales teóricos anarquistas a los que tanto tiempo dediqué en mis primeras investigaciones, pero la formulación tenía una reconversión más actual. La consideración de la violencia se refleja en dos maneras de alcanzar y ejercer el poder: la históricamente utilizada por la fuerza de las armas para imponerse a los competidores, y la coacción que ejercen los que lo alcanzan sobre una comunidad para mantenerse. Pero no se limita a una exposición teórica de las dimensiones de la mentira, el engaño, la violencia ejercida por el poder, sino que analiza los casos históricos de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 o el atentado del 11-M en los trenes de Madrid en 2004. En la Seudología VIII: Poder y Caos. La política del miedo (2018) este se convierte en el eje del dominio del Leviatán que lo utiliza como método de sometimiento. El terror exige una necesidad de protección y se convierte en la principal justificación del Estado protector. Del caos originario de la naturaleza humana del que hablaba Hobbes surgen los mecanismos para superar el estado de guerra permanente y posibilitar la convivencia con la eliminación de la violencia, aún a costa de refrendar un poder absoluto. Nada que ver con las posibilidades del apoyo mutuo que describía Krotpotkin rebatiendo que los humanos solo tengan como principal referencia la destrucción del otro. Así lo formulaba Sartre: «el infierno son los otros». Y por eso calibra en Anatomía del secreto (2008) que la murmuración, el chismorreo, es una fórmula para superar la coacción física del poder, «al conformar un tipo más atenuado de presión social» (pág.109) porque para que solo se chismorree y no se linche al disidente ha hecho falta una evolución histórica, como ocurre en ciertas sociedades con la lapidación de la mujer adulta.

Junto a esta amplia obra, Catalán también se ocupaba de una literatura de textos breves, aforismos y paradojas en la línea de Pascal, y recoge sus pensamientos propios o apostillas a lo que los clásicos escribieron. En La nada griega (2013), un librito de 42 páginas señala que «los muertos no vuelven enseguida, como suelen pensar los supervivientes; solo cuando estos olvidan visitarlos». En Suma breve, recopila sus pensamientos entre 2001 y 2018 en el que leo que «la esperanza es un antídoto contra la conciencia del futuro». O en El sol de medianoche (2001) donde el arte de la paradoja alcanza su mayor expresión: «Como saben los jueces los adverbios ‘lógicamente’, ‘naturalmente’ y ‘evidentemente’ constituyen los mayores síntomas de inseguridad y falsedad». Me quedan, en cambio, lejos sus cuatro novelas, de las que solo conozco El último Juan Balaguer (Algar, 2002) que fue Premio de la Crítica Valenciana. No estaría de más que algún erudito le dedicara un estudio cuando tantas tesinas y tesis se confeccionan con asuntos menos sobresalientes. 

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