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Regalar libros, cruzar puentes

«Los libros me han permitido alcanzar cierta clase de felicidad que probablemente sea pasajera, frágil e imperfecta. Pero que es la mía. Con ella no pretendo convertir a los infieles ni catequizar a nadie»

Regalar libros, cruzar puentes

No soy una fundamentalista de la lectura. No creo que los libros vuelvan mejores a las personas. Conozco a unos cuantos bichos que tienen sus bibliotecas muy bien amuebladas. Tampoco soy de las que piensan que leer nos haga más sabios. Hay marineros bregados que, sin apenas estudios, le dan mil vueltas a algunos doctores honoris causa.

Sin embargo existe algo inexplicable. Los motivos por los que leemos son un misterio. Hay quien lo hace para ahuyentar el frío, para levantar fortalezas, para que el tiempo le duela menos, qué se yo… Cada uno conoce lo suyo. Yo de pequeña leía para cruzar puentes. Quería ir a otro lugar que estaba lejos. Ahora sigo leyendo básicamente por la misma razón, así que no he avanzado mucho. Pero cruzar puentes me ayuda a entender el paso de las estaciones, por ejemplo. Y eso me vale.

En el camino hay duendes como ocurre en todas las travesías, literarias o no. Hadas madrinas, elfos y tipos desastrados con los vaqueros raídos y media sonrisa que un buen día se presentan en tu casa con un libro envuelto en las manos como un pájaro vivo. Regalar sueños es propio de ellos.

En mi caso alguna de esas lecturas regaladas resultó tan determinante que cambió la trayectoria del azar. No estoy hablando de grandes clásicos universales. Sino de libros no canónicos, raros y especiales. Piezas escogidas por alguien particular en un preciso momento y por una razón muy delicada. Ahí radica precisamente parte del misterio. Todos llegaron a mi vida en distintas encrucijadas: mi séptimo cumpleaños, el día que me operaron de las amígdalas, una tarde perdida del verano de 1985, un reencuentro en la estación de Chamartín cuando era una estudiante sin blanca, la última cena de Navidad…

Con ellos aprendí a capear el temporal. En sus páginas he visto caer la nieve desde una terraza situada frente al edificio Chrysler y asistí al baile de los copos movidos por el viento, blanquísimos, crujiendo suavemente tal como sucede en Historias de Nueva York. Arrebujada en el sofá también creo haber oído claramente la sirena de un vapor desde las orillas del Narayangunj, que transcurre entre cultivos de yute y de arroz en Dhaka, la capital de Bengala, con esa corriente lenta de los grandes ríos indios que recorre la maravillosa novela de Rumer Godden. De igual manera, me acuerdo de seguir con un mapa desplegado en la alfombra, la expedición geográfica que entre las dos guerras mundiales cartografió el Norte de África en busca del oasis perdido de Zerzura y de escuchar por la noche en un campamento del desierto la historia de Heródoto que enamoró al conde Almásy. También yo me enamoré, por supuesto, de Corto Maltés cuando iba a la deriva a bordo de un catamarán en un cómic que me regaló mi hermano Carlos poco antes de cumplir los dieciséis.

Algunas de las personas que me regalaron esos libros ya no están. Pero cada vez que miro hacia la estantería y veo el lomo con el título o los vuelvo a releer, algo se desprende de las páginas y noto un polvillo de hadas revoloteando por encima de mi cabeza.

Cada cual elige su manera de perdurar. Hay quien se hace levantar estatuas ecuestres. Yo leo. A veces también regalo libros a la gente que quiero como otros han hecho antes conmigo y así cumplo una deuda de honor.

Ya sabemos que no existen principios universales ni amores eternos. Tampoco hacen falta. Son mejores los pequeños paraísos propios. El mío, como el de tantos lectores, cabe en un bolsillo. Los libros me han permitido alcanzar cierta clase de felicidad que probablemente sea pasajera, frágil e imperfecta. Pero que es la mía. Con ella no pretendo convertir a los infieles ni catequizar a nadie. Tan sólo cruzar puentes.

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