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Dime que me lees

Una misteriosa lealtad

En lo leído está el vocabulario de nuestras propias vidas». Lo dice Irene Vallejo en Manifiesto por la lectura (Siruela). El texto es un encargo que le hizo la Federación del Gremio de Editores de España en las semanas anteriores a la pandemia para acompañar a la petición de un pacto de estado por la lectura y el libro. Una misión premonitoria para estos días en que, más que siempre, los libros logran hacer soportable nuestra existencia.

El Manifiesto es un hermoso ejemplar de pequeño formato, apenas una plaquette, muy bien editada con tapa en cartoné tela, cosida y encuadernada a la romana. Una reivindicación formal y literal del libro como pasmoso objeto.

La elección de Irene Vallejo para tales menesteres ofrecía pocas dudas después de haber escrito Una misteriosa lealtad, libro con sobrio título borgiano cambiado, por arcanos de la mercadotecnia editorial, en El infinito en un junco. Clásico, escribió Borges en Otras inquisiciones, es un libro que leemos «con previo fervor y con una misteriosa lealtad». El de Irene Vallejo, que precisamente trata sobre los libros y los clásicos, lleva camino de serlo.

Una de las historias más sorprendentes que cuenta Vallejo es la de los túneles y minas kilométricas que utiliza la Universidad de Oxford para albergar una biblioteca que, cada mañana, recibe mil títulos nuevos. La humanidad publica un libro cada medio minuto. Lo que me lleva a derivar esta columna hacia un problema doméstico, que no por prosaico debe obviarse en un suplemento de letras, clásico a la par que moderno, como este Posdata que ustedes, improbables lectores, tienen entre sus manos.

¿Dónde guardamos tantos libros? De Umberto Eco son bien conocidos los embrollos que sufría buscando espacio en los hoteles para los salmones ahumados que compraba tras sus conferencias por Escocia. No lo son tanto sus problemas con el almacenamiento de libros. Y aunque siempre agradecía los que le regalaban, a veces, no podía evitar reclamar con sorna unos cuantos metros más de casa donde meterlos. Lo que no es del todo una boutade, pues sé de algunos empedernidos bibliófilos, como Juan Manuel Bonet, que compran casas sólo para albergar sus libros. Un amigo suyo, tal vez con menos posibles, pero no con menos bibliofilia, fotografía y registra las portadas de los que condena a una segunda residencia (vulgo trastero) que alquila con fervor por cincuenta machacantes al mes.

En fin, la terrible cuestión que con los años cualquier lector se plantea periódicamente, y sobre todo en los cambios de calendario como en el que nos encontramos, es la inevitable reducción de nuestras bibliotecas. Vicent Martínez, diseñador avant la lettre, hizo un gran aporte a la multiplicación del espacio con la laureada estantería de doble fondo y carros rodantes llamada precisamente «Literatura» (Punt Mobles). Pero ni por esas, el espacio, por más que Perec dijera que es ectoplasmático, en lo doméstico, acaba por ser finito. No queda más remedio que expurgar. Horrible palabra que remite no sólo a la medicina (parásitos especialmente), sino también al fuego purificador al que los tribunales de justicia condenan, al cabo de muchos años, a sus propios legajos, sumarios y sentencias («qué dolor de papeles que ha de borrar el viento»).

Expurgo, es una palabra tan espantosa, puaf, que me niego a utilizarla con mis libros. Ni siquiera, pobrecitos, con mis peores escritores favoritos. Afortunadamente, los franceses han reciclado al efecto un viejo término, «desherber», que se está poniendo de moda. En efluvio, quiero decir, en efecto, tenemos que desherbar, que escardar, nuestras bibliotecas, regalar. Todo desprendimiento que no nos cause desasosiego será bienvenido. El siglo pasado, Manolo Vázquez Montalbán hacía que Pepe Carvallo los quemara en la chimenea de su chalé de Vallvidriera. Hoy los pondría en los bancos de las calles, a las puertas de las mezquitas y en los atrios de las iglesias. Un libro, manifiesto por la cordura.

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