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Cinéfilos y "contra" cinéfilos

Cinéfilos y "contra" cinéfilos

El profesor y guionista de cine, amén de poeta toledano Vicente Monroy (1989) parece, en su breve y cautivador ensayo Contra la cinefilia. Historia de un romance exagerado, estar tan pendiente del subtítulo, como de justificar un título con trasfondo de rebeldía. Monroy utiliza argumentos sólidos para poner en solfa lo inadecuado de enloquecer por el cine o tontear con lo cinematográfico (películas, directores…). Critica la cinefilia que confiesa haber padecido en grado sumo. Su texto es más el culto y desesperado lamento de un «cinéfilo empedernido» -que llegó a ver en su MacBook (con pantalla de quince pulgadas) «dos o tres películas de diario y hasta el doble en los largos maratones del fin de semana»- que la cruel sátira vengativa de un cinéfilo arrepentido.

¿Quiénes de los que leemos estas líneas no hemos sido cinéfilos? El cine, además de ser, en feliz expresión de Ilia Ehrenburg, «fábrica de sueños» y el «séptimo arte» del siglo pasado, sigue siendo -tal vez más en tiempos de pandemia- todo aquello que nos dicen y sugieren (que es muchísimo) sus miríadas de imágenes. Para el cinéfilo de todo tiempo representó una Summa artis capaz no solo de imitar (mis respetos para Douglas Sirk y su genial Imitación a la vida), sino de suplantar a la vida misma, la que llamamos real. El amor al cine nos sacaba de la vida misma durante el tiempo que duraban las sesiones dobles en aquellos cines de barrio, con sus salas más que oscuras y sus butacas de muelles rotos.

Tras cada sesión, sostiene Monroy, sobrevenía el «trance post-cinematográfico» que podía durar horas o días. En mi caso, el trance me poseía durante la proyección, tanto, que me impedía fumar en la sala cosa permitida por aquel entonces. Al finalizar, una vez ganada la calle, se me apoderaba un mutismo absoluto e incontenibles ganas de fumar que no cesaban hasta consumir cuatro cinco cigarrillos seguidos. En esos momentos, lloraba o reía para mis adentros y desfilaban por mi mollera miles de imágenes, de interpretaciones de lo que vi o creí ver sentado en aquella obscuridad y sobre una burda pantalla.

Los cinéfilos compartíamos comentarios, sensaciones, pulsiones. Todo ello lo refleja el buen relato de Monroy. Se formaban círculos o cine-clubs muy masculinos -era una rareza que una chica compartiese un lugar tan restringido- donde se desarrollaban lo sensorial pleno de una vitalidad que hoy podría calificarse, sin esforzarse mucho, de machista. Comentarios preñados de connotaciones místicas sobre la grandeza del cine y de sus poderes que abarcaban «más que otras artes». Se opinaba, con escaso o nulo conocimiento sobre los aspectos más mecanizados de la técnica fotográfica. El autor ilustra con ejemplos estas y otras actitudes vitales; insiste en el aislamiento de la cinefilia y de sus practicantes acerca de la sociedad y del tiempo reales, sustituyendo estas por percepciones influidas por excesos de nicotina y otros estimulantes. La mirada del cinéfilo pasaba sin transición desde la contención del voyeur a la delectación del flaneur…

En este pequeño pero absorbente breviario de emociones en torno a la cinefilia, incluye Monroy, ejemplos tomados de su práctica pedagógica y comentarios de casos que ayudan a tratar de explicar lo inexplicable, tanto el cine como esa criatura suya, mezcla de ingenuidad y perversión que es el homo cinematograficus, actualizada variación del cinéfilo clásico. A destacar todo el capítulo tercero «Cine es el nombre del mundo», título que solo se le puede ocurrir a un excinéfilo, con referencia al movimiento Me Too que «arremetía contra un tipo de sensibilidad masculina que es consustancial a la historia del cine y que todavía hoy muestra una notable vitalidad», como prueba la defensa de los Woody Allen o Román Polanski.

El autor se apoya en Laura Mulvey para la idea de que «el lenguaje cinematográfico no es neutral en términos de género». Es fácil comprobar que, tanto en el cine clásico como en la actual publicidad, los hombres son «portadores de una mirada» mientras que las figuras femeninas son las receptoras, «el objeto» de tal mirada… Los argumentos se extienden a campos ajenos tales como la filosofía y la literatura.

El cine se ha disuelto o «desaparecido» en multitud de ocasiones (pronostiqué la «muerte del cine-arte» hace varios años) para hacerse más fuerte e influyente a través de sus réplicas generalmente refractarias a sus «virtudes originales» a través de la publicidad, multitud de series y miniseries, nuevas formas de producción, exhibición, distribución, interpretación, etcétera.

Dejé de fumar hace tiempo pero sigo consumiendo cine de manera discontinua y, reconozco, avejentada. ¿Cosas de la pandemia originada por el Covid-19? Lo dudo.

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